De la muerte solo sabemos que es el fin de nuestras vidas y que nadie regresa de su abismo, al menos para hospedarse otra vez en este lado de la existencia. Esa verdad nos ha hecho sacralizar el tiempo, sublimar la memoria y crear un mundo de ultratumba en el que habitan fantasmas, dioses y otras prolongaciones de nuestro deseo de inmortalidad. Una de esas prolongaciones es la escritura, nacida para que lo que muere perviva en el recuerdo y sea rescatado por quienes leen.
Triste es reconocer que la nómina de literatura vitalista representa un mínimo porcentaje frente a la que muestra al hombre como un ser agónico en un mundo agonizante. Contando piadosamente, el sentimiento -y el pensamiento- humano está formado por un 1 por 1000 de optimismo y un 999 de pesimismo. O lo que es igual: un himno contra un millar de elegías. Cosa que carecería de importancia si no fuese porque, como digo, la escritura es el autorretrato del hombre individual y colectivo.
Fácil es comprender el porqué de ese porcentaje negativo si atendemos a que, hasta hace un siglo, el hambre y las enfermedades eran tan cruentas como las guerras; y, puesto que la muerte rodeaba los puntos cardinales de la vida, esta no podía sembrar sino desengaño entre los efímeros supervivientes de la muerte.
Pero ya pasó esa desventura en los estados de bienestar de los primeros mundos -aunque, para nuestra vergüenza y delito, continúa en los estados tercermundistas-; y hora es de que la conciencia deje su fatalismo y la voluntad se decida a iluminar la vida hasta devolverle su original sentido jubiloso, ese que brilla en la sonrisa de un niño -hasta que se adentra en nuestra sociedad-.
No podemos negar nuestro pasado. Como digo, la historia está signada por la conciencia de la muerte y el luto ante la vida. Pero tiempo es de rechazar ese primer motor, inmóvil hasta ahora.
De manera que si hemos de tratar el dolor porque es parte del hombre, indaguémoslo para vencerlo, no para regodearnos en él. Y trascendámoslo hasta que se disipe entre los embates positivistas que hay en el corazón. No neguemos la oscuridad de la existencia; pero en vez de lamentarnos de sus acechanzas, hablemos de la luz hasta que en ella se disuelvan las tinieblas. No podemos imponernos la alegría por decreto, pero sí asomarnos a ella hasta que se quede con nosotros. Porque siempre nos convertimos en lo que anhelamos o tememos.
Rastreemos en nuestro interior las huellas del júbilo original y vivámoslo. Y que lo reivindiquen quienes construyen mundos con su pluma.