Sátiro y ninfa (Copia. Original siglo II a c).
Antonio Gracia: Bajo el signo de Eros
Antonio Gracia no es de los nombres
que más suenen en el panorama poético actual, y sin embargo, ha dicho y sigue
diciendo cosas definitivas en la poesía española contemporánea, cosas
esenciales, en el sentido de que quedarán y de que van a la esencia de la
poesía y de nuestra experiencia íntima como habitantes de un tiempo derrotado
pero a la vez asombrados espectadores de un mundo que nos huye y que nos llama
desde una órbita de plenitud y belleza.
Aunque su trayectoria es larga y
llena de matices, de momentos de plenitud creadora y de expectantes silencios,
sin embargo podemos resumir el conjunto de su poesía, al menos desde 1998, con
la publicación de Hacia la luz
(1998), y el inicio de los “fragmentos de inmensidad”, como la de un gran meditativo,
tocado por el don de la elegía que se niega a permanecer en el estéril lamento
y que quiere hacerse himno, canto cósmico; su verso es clásico, pero bajo él
trascurre, como un río subterráneo, una honda palpitación romántica, y se agita
enjaulado el animal de los sueños. Hay en sus versos de manera casi palpable y
desde luego audible, por su maestría sonora, una nostalgia de la totalidad y
una sed de infinito. Su poesía entra así en la gran corriente de la poesía
moderna occidental que desde Hölderlin, al menos, es una enorme elegía por el
abandono de los dioses y la desasistencia del ser humano.
Se supone que todavía estamos en esa segunda etapa de su creación, pero
algo ha cambiado, o ha ocurrido un paréntesis. He aquí un poema de uno de sus
libros anteriores y otro del libro actual, Bajo
el signo de Eros:
Elogio de la isla
El clavecín sonando en la alta
noche
mientras el frío azul cae desde
el cielo;
al amor de la lumbre, el libro
hermoso
con su sabiduría y su templanza;
a veces, confidencias que la
pluma
necesita decir para afirmarse.
Las estrellas derraman su
perfume
junto a las lilas, en la
madrugada.
Y entre tanta pureza y
sencillez,
el corazón conoce la armonía.
(De
Devastaciones, sueños, 2005)
Dánae
Mística, lujuriosa, y extasiada
en la contemplación del oro
ardiente,
delirios bebe Dánae, que siente
sobre su piel la lluvia
eyaculada.
Siente mil veces que una roja
espada,
presa de una pasión
incandescente,
atraviesa su carne transparente
y, al hacerlo, también el orbe
horada.
Vorágines de esperma y de ceniza
sacuden sus entrañas, mientras
suena
la furia de un celeste
cataclismo.
Un resplandor el cosmos
fertiliza
con música y estrellas; y se
ordena
todo según la ley del erotismo.
(De
Bajo el signo de Eros, 2012)
Se aprecia la diferencia. Se diría
que Antonio Gracia es como esos neoclásicos (Moratín padre, Samaniego) que
mientras en sus ocios diurnos componían pulidos endecasílabos filosóficos o
fábulas morales, en sus ocios nocturnos se aventuraban por el jardín de Venus u
otros derroteros más festivos.
Pero en una mirada más detenida nos
daremos cuenta de que la diferencia no es tal, o no es tanta. Si recuerdan, en
el mito, Dánae encerrada por su padre en una torre inaccesible recibe la visita
de Zeus, al que no se le ponía nada por medio, en forma de lluvia de oro. La
cosa sirvió de chacota sobre la venalidad de las mujeres y el poder del dinero
durante todo el siglo de oro (traigan a su mente el cuadro de Tiziano, en el
que la vieja se apresura a tender el mandil para que le toque algo de tan
preciosa precipitación), por no hablar de las derivaciones actuales del
sintagma. Sin embargo, en su soneto Antonio Gracia no se fija en nada de eso.
No hay erotismo venal, ni siquiera regodeo en la mera práctica sexual a que ha
dado nombre el mito; el oro no es acuñado, es oro ardiente, y aunque es líquido
es también una “roja espada”.
Y esa dicotomía está dentro mismo de
Bajo el signo de Eros, pues basta
asomarse a su índice para comprobar que está dividido en dos partes: eros y tánatos.
La primera parte, ejemplificada
perfectamente por el poema que acabo de reproducir se compone de temas
preferiblemente mitológicos o legendarios, y debe mucho a la elegía latina, no
la elegía en el sentido luctuoso como la conocemos ahora sino a la elegía
erótica, la de Propercio y Tibulo, y en especial al Ovidio de las Metamorfosis. Esta es la parte, a mi
ver, más novedosa de la creación de Antonio Gracia, la que me llamó la atención
cuando recibí el libro, pues me sonaba a algo más fresco, más luminoso de lo
que estaba acostumbrado a leer en su obra.
Esta parte, dedicada a eros, se divide a su vez en dos. La
primera se llama “fabulaciones”, y está llena de fábulas también en el sentido
latino, no como ahora las conocemos sobre animales: encierran historias de
mitología clásica, de mitología bíblica, aparecen Las mil y una noches, y hasta Dante. Esta sección del volumen
constituye un verdadero gozo, un paseo por la cultura. No es solo que el lector
disfrute de los hallazgos sonoros y de imaginación de Antonio Gracia, como en
este ejemplo donde se nos describe un crepúsculo:
Caían las estrellas en la hierba
como blancos tatuajes encendidos
de algún dios que murió y
resucitaba
para ofrendarme una revelación.
Jinetes constelados y jaguares
de fuego custodiaban el alcázar
de alquímica belleza, en donde
había
perfumes siderales, brisas
cósmicas. (p. 48);
no es solo
este disfrute de poesía en estado puro, o de los destellos de un cosmos
electrizado de deseos, cumplimientos, a veces frustraciones, pero siempre en la
vertiente heroica de eros (es una
falsa etimología, pero la poesía está llena de ellas); no es solo eso, digo, es
que al lector le salen al paso cuadros, piezas musicales, un banquete de
recuerdos de toda una educación sentimental en la alta cultura. La lectura
atrae toda la cultura del lector hacia un centro donde el verbo de verdad se
hace carne, carne lírica eso sí. En esto recuerda Gracia a John Donne, el poeta
metafísico inglés, cuya metafísica no debía ser tanta cuando dijo (y lo retomó
Gil de Biedma) que los misterios son del alma, pero un cuerpo es el libro en
que se leen.
En la parte titulada “lucubraciones”,
lo mítico y legendario, sin desaparecer, se hacen más medievales, menos
clásicos, y avanzan hacia un romanticismo en que el sentimiento y la expresión
personal van desplazando al brillo exterior de eros. Se diría que vamos recorriendo en esta sección la historia de
la lírica amorosa en sus grandes hitos, de su solar origen greco-latino a la
introspección brumosa de la europa romántica, de eros como niño juguetón hasta eros
como fuerza de nuestra psique.
Así poetizar es ver y hacer ver, y
la poesía de Gracia es altamente visual, según hemos podido comprobar, hacia
dentro y hacia fuera:
¿En esto queda un hombre, la
belleza
de un destello en los ojos
capaces de ordenar el universo?
(p. 63)
La visión, como nos enseñó la
fenomenología, no es un mero ver, es un ordenar el mundo, encontrarle un
sentido. Machado, el Machado simbolista que respira también en los versos de
Gracia, lo dijo de manera inmejorable: “¿Y ha de morir contigo el mundo mago?”.
En esta parte de Bajo el signo de Eros, en la parte
tanática, encontramos tumbas, amores desgraciados, un puñado de hermosas
suicidas. Y ese desgarro entre la destrucción y el amor, no como en Aleixandre
de manera gozosa, sino en extrema tensión, se hace patente en el poema que
acertadamente cierra el libro, titulado sintomáticamente “el íntimo diálogo”,
que por un despiste o por el inconsciente que acierta (como el azar objetivo)
yo leí al principio como “el último diálogo”. Se trata de un intercambio
imaginario entre dos amantes a propósito del horror de Auschwitz, que yo quiero
imaginarme dicho también en Auschwitz. Partiendo de las conocidas palabras de
Adorno sobre si es posible escribir poesía después de Auschwitz (y que han sido
contestadas por miles de grandes poemas desde entonces, incluidos los de Celan
no solo después del horror sino sobre el horror de los campos de
concentración), Antonio Gracia las transforma en: “ya no se puede amar después
de Auschwitz” a veces afirmando, a veces interrogando. Nuevamente encontramos
la imbricación entre escritura y pasión amorosa, si no son lo mismo, y que nos
da la clave del libro. Por encima de la pelea inmemorial, de la arcana lucha
entre eros y tánatos, escribir es un acto de amor y un acto de pasión (en la
insondable ambigüedad que encierra este término).
Por eso los amantes del poema,
aunque reconocen ese “turbio universo / donde todo parece un naufragio sin fin”,
sin embargo, se miran, se miran de frente, con valentía, y lo que es más: se
ven. Y esa mirada cierta vale más que el “parecer” del naufragio, que puede
quedar en mera ficción, apariencia, trampantojo. Late esperanza, pues, en los
poemas de Antonio Gracia, como en todo el que escribe, el que siente la pasión
de la escritura, porque si no la hubiera ¿para qué se escribe, para qué se lee?
Yo,
por ahora prefiero quedarme en esta orilla de luz y dejarlos en ella a ustedes
para que la siga iluminando con su palabra el poeta.
Ángel Luis Luján Atienza
Universidad de Castilla La Mancha