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jueves, 8 de noviembre de 2012

Ángel Luis Luján Atienza: A. Gracia bajo el signo de Eros


Sátiro y ninfa (Copia. Original siglo II a c).

Antonio Gracia: Bajo el signo de Eros


      Antonio Gracia no es de los nombres que más suenen en el panorama poético actual, y sin embargo, ha dicho y sigue diciendo cosas definitivas en la poesía española contemporánea, cosas esenciales, en el sentido de que quedarán y de que van a la esencia de la poesía y de nuestra experiencia íntima como habitantes de un tiempo derrotado pero a la vez asombrados espectadores de un mundo que nos huye y que nos llama desde una órbita de plenitud y belleza.
     Aunque su trayectoria es larga y llena de matices, de momentos de plenitud creadora y de expectantes silencios, sin embargo podemos resumir el conjunto de su poesía, al menos desde 1998, con la publicación de Hacia la luz (1998), y el inicio de los “fragmentos de inmensidad”, como la de un gran meditativo, tocado por el don de la elegía que se niega a permanecer en el estéril lamento y que quiere hacerse himno, canto cósmico; su verso es clásico, pero bajo él trascurre, como un río subterráneo, una honda palpitación romántica, y se agita enjaulado el animal de los sueños. Hay en sus versos de manera casi palpable y desde luego audible, por su maestría sonora, una nostalgia de la totalidad y una sed de infinito. Su poesía entra así en la gran corriente de la poesía moderna occidental que desde Hölderlin, al menos, es una enorme elegía por el abandono de los dioses y la desasistencia del ser humano.
Se supone que todavía estamos en esa segunda etapa de su creación, pero algo ha cambiado, o ha ocurrido un paréntesis. He aquí un poema de uno de sus libros anteriores y otro del libro actual, Bajo el signo de Eros:

            Elogio de la isla
El clavecín sonando en la alta noche
mientras el frío azul cae desde el cielo;
al amor de la lumbre, el libro hermoso
con su sabiduría y su templanza;
a veces, confidencias que la pluma
necesita decir para afirmarse.
Las estrellas derraman su perfume
junto a las lilas, en la madrugada.
Y entre tanta pureza y sencillez,
el corazón conoce la armonía.
                       (De Devastaciones, sueños, 2005)


            Dánae
Mística, lujuriosa, y extasiada
en la contemplación del oro ardiente,
delirios bebe Dánae, que siente
sobre su piel la lluvia eyaculada.

Siente mil veces que una roja espada,
presa de una pasión incandescente,
atraviesa su carne transparente
y, al hacerlo, también el orbe horada.

Vorágines de esperma y de ceniza
sacuden sus entrañas, mientras suena
la furia de un celeste cataclismo.

Un resplandor el cosmos fertiliza
con música y estrellas; y se ordena
todo según la ley del erotismo.
                                               (De Bajo el signo de Eros, 2012)


            Se aprecia la diferencia. Se diría que Antonio Gracia es como esos neoclásicos (Moratín padre, Samaniego) que mientras en sus ocios diurnos componían pulidos endecasílabos filosóficos o fábulas morales, en sus ocios nocturnos se aventuraban por el jardín de Venus u otros derroteros más festivos.
            Pero en una mirada más detenida nos daremos cuenta de que la diferencia no es tal, o no es tanta. Si recuerdan, en el mito, Dánae encerrada por su padre en una torre inaccesible recibe la visita de Zeus, al que no se le ponía nada por medio, en forma de lluvia de oro. La cosa sirvió de chacota sobre la venalidad de las mujeres y el poder del dinero durante todo el siglo de oro (traigan a su mente el cuadro de Tiziano, en el que la vieja se apresura a tender el mandil para que le toque algo de tan preciosa precipitación), por no hablar de las derivaciones actuales del sintagma. Sin embargo, en su soneto Antonio Gracia no se fija en nada de eso. No hay erotismo venal, ni siquiera regodeo en la mera práctica sexual a que ha dado nombre el mito; el oro no es acuñado, es oro ardiente, y aunque es líquido es también una “roja espada”.
Y es que ahora el principio de totalidad o de integridad cósmica es eros. Si en la etapa creativa del autor en la que estamos hay una tendencia hacia tánatos (y el aislamiento es una forma de la muerte: elogio de la isla), como forma de totalidad, ahora eros cumple ese papel; porque la poesía de Antonio Gracia ha tenido siempre esa dirección contradictoria. No olvidemos que, junto a este libro, casi al mismo tiempo ha aparecido otro titulado: La muerte universal. Cosmoagonías.
            Y esa dicotomía está dentro mismo de Bajo el signo de Eros, pues basta asomarse a su índice para comprobar que está dividido en dos partes: eros y tánatos.
            La primera parte, ejemplificada perfectamente por el poema que acabo de reproducir se compone de temas preferiblemente mitológicos o legendarios, y debe mucho a la elegía latina, no la elegía en el sentido luctuoso como la conocemos ahora sino a la elegía erótica, la de Propercio y Tibulo, y en especial al Ovidio de las Metamorfosis. Esta es la parte, a mi ver, más novedosa de la creación de Antonio Gracia, la que me llamó la atención cuando recibí el libro, pues me sonaba a algo más fresco, más luminoso de lo que estaba acostumbrado a leer en su obra.
            Esta parte, dedicada a eros, se divide a su vez en dos. La primera se llama “fabulaciones”, y está llena de fábulas también en el sentido latino, no como ahora las conocemos sobre animales: encierran historias de mitología clásica, de mitología bíblica, aparecen Las mil y una noches, y hasta Dante. Esta sección del volumen constituye un verdadero gozo, un paseo por la cultura. No es solo que el lector disfrute de los hallazgos sonoros y de imaginación de Antonio Gracia, como en este ejemplo donde se nos describe un crepúsculo:

Caían las estrellas en la hierba
como blancos tatuajes encendidos
de algún dios que murió y resucitaba
para ofrendarme una revelación.
Jinetes constelados y jaguares
de fuego custodiaban el alcázar
de alquímica belleza, en donde había
perfumes siderales, brisas cósmicas. (p. 48);

no es solo este disfrute de poesía en estado puro, o de los destellos de un cosmos electrizado de deseos, cumplimientos, a veces frustraciones, pero siempre en la vertiente heroica de eros (es una falsa etimología, pero la poesía está llena de ellas); no es solo eso, digo, es que al lector le salen al paso cuadros, piezas musicales, un banquete de recuerdos de toda una educación sentimental en la alta cultura. La lectura atrae toda la cultura del lector hacia un centro donde el verbo de verdad se hace carne, carne lírica eso sí. En esto recuerda Gracia a John Donne, el poeta metafísico inglés, cuya metafísica no debía ser tanta cuando dijo (y lo retomó Gil de Biedma) que los misterios son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen.
            En la parte titulada “lucubraciones”, lo mítico y legendario, sin desaparecer, se hacen más medievales, menos clásicos, y avanzan hacia un romanticismo en que el sentimiento y la expresión personal van desplazando al brillo exterior de eros. Se diría que vamos recorriendo en esta sección la historia de la lírica amorosa en sus grandes hitos, de su solar origen greco-latino a la introspección brumosa de la europa romántica, de eros como niño juguetón hasta eros como fuerza de nuestra psique.


            Y en este viaje comprobamos a la vez, que la cultura, la gran homenajeada de este libro, tiene, como el hombre, sus luces y sus sombras, las sombras de tánatos, a quien se dedica la segunda parte del libro y que no podía dejar de estar presente, siendo un libro de Antonio Gracia. Él lo ha dicho: escribir es una forma de salvarse de la muerte. En “Divisa”, de La epopeya interior, leemos: “Otra es la misión de la escritura: / sosegar, transformar la muerte en vida / y convertir en himno la elegía”. La escritura es una alquimia que ha dado con la solución al misterio: hacer que lo muerto viva; y lo mejor de la escritura, al contrario que ocurre con los alquimistas del egoísmo, es que no salva a uno solo sino que con ella el poeta salva todo lo suyo, todo lo que le rodea, el mundo que compartimos con él, al leerlo. Y ¿hablar de la muerte salva? No sabemos, pero en esa pregunta la poesía se torna autoconciencia al desvelar aquello de lo que quiere evadirse. Y esa es también una buena definición para la poesía de Antonio Gracia, para toda la gran poesía: la poesía es conciencia de ser.
            Así poetizar es ver y hacer ver, y la poesía de Gracia es altamente visual, según hemos podido comprobar, hacia dentro y hacia fuera:

¿En esto queda un hombre, la belleza
de un destello en los ojos
capaces de ordenar el universo? (p. 63)


            La visión, como nos enseñó la fenomenología, no es un mero ver, es un ordenar el mundo, encontrarle un sentido. Machado, el Machado simbolista que respira también en los versos de Gracia, lo dijo de manera inmejorable: “¿Y ha de morir contigo el mundo mago?”.
            En esta parte de Bajo el signo de Eros, en la parte tanática, encontramos tumbas, amores desgraciados, un puñado de hermosas suicidas. Y ese desgarro entre la destrucción y el amor, no como en Aleixandre de manera gozosa, sino en extrema tensión, se hace patente en el poema que acertadamente cierra el libro, titulado sintomáticamente “el íntimo diálogo”, que por un despiste o por el inconsciente que acierta (como el azar objetivo) yo leí al principio como “el último diálogo”. Se trata de un intercambio imaginario entre dos amantes a propósito del horror de Auschwitz, que yo quiero imaginarme dicho también en Auschwitz. Partiendo de las conocidas palabras de Adorno sobre si es posible escribir poesía después de Auschwitz (y que han sido contestadas por miles de grandes poemas desde entonces, incluidos los de Celan no solo después del horror sino sobre el horror de los campos de concentración), Antonio Gracia las transforma en: “ya no se puede amar después de Auschwitz” a veces afirmando, a veces interrogando. Nuevamente encontramos la imbricación entre escritura y pasión amorosa, si no son lo mismo, y que nos da la clave del libro. Por encima de la pelea inmemorial, de la arcana lucha entre eros y tánatos, escribir es un acto de amor y un acto de pasión (en la insondable ambigüedad que encierra este término).
            Por eso los amantes del poema, aunque reconocen ese “turbio universo / donde todo parece un naufragio sin fin”, sin embargo, se miran, se miran de frente, con valentía, y lo que es más: se ven. Y esa mirada cierta vale más que el “parecer” del naufragio, que puede quedar en mera ficción, apariencia, trampantojo. Late esperanza, pues, en los poemas de Antonio Gracia, como en todo el que escribe, el que siente la pasión de la escritura, porque si no la hubiera ¿para qué se escribe, para qué se lee?
            Yo, por ahora prefiero quedarme en esta orilla de luz y dejarlos en ella a ustedes para que la siga iluminando con su palabra el poeta.
                                                   Ángel Luis Luján Atienza
                                             Universidad de Castilla La Mancha