Purcell: Lamento de Dido
La manifestación mayor del sentimiento es la palabra afectiva. Y su constatación, el beso, el abrazo, la cópula. La palabra es la caricia que preludia el orgasmo de todos los sentidos: la asunción de que nos aman y, por ello, de que podemos amarnos a nosotros mismos, de que estamos “cumplidos, realizados”.
Primero amamos sin saber por qué, ni a quién, hasta que depositamos esa energía amórica en alguien que se ajusta a nuestro sueño sin nombre; aunque sexualicemos el amor en cada cuerpo, siempre besamos el mismo rostro inexistente en todos los rostros que nos existen.
Las palabras de amor nacen dirigidas a nadie desde nuestro yo telúrico y erótico: y por eso sirven para cualquiera que precise creérselas. A menudo quien busca amar es un escéptico del amor, cuyo erotismo persigue ardientemente dónde concretarse. Del amor tan solo encuentra la caricia, el sexo, y este mantiene su energía y su hipótesis de que quizá un descuido del azar le lleve a hacer que el sexo se convierta en amor.
Primero amamos sin saber por qué, ni a quién, hasta que depositamos esa energía amórica en alguien que se ajusta a nuestro sueño sin nombre; aunque sexualicemos el amor en cada cuerpo, siempre besamos el mismo rostro inexistente en todos los rostros que nos existen.
Las palabras de amor nacen dirigidas a nadie desde nuestro yo telúrico y erótico: y por eso sirven para cualquiera que precise creérselas. A menudo quien busca amar es un escéptico del amor, cuyo erotismo persigue ardientemente dónde concretarse. Del amor tan solo encuentra la caricia, el sexo, y este mantiene su energía y su hipótesis de que quizá un descuido del azar le lleve a hacer que el sexo se convierta en amor.