Schumann: Segunda, Adagio
Al descubrir la muerte quiso el hombre
dar fe de su existencia, legar cuanto sabía
sobre su corazón. Creyó que así
no moría del todo. Aprendió a hablar
con una voz escrita.
Lentamente esculpió su biografía
en piedras y cavernas, legajos, pentagramas;
y levantó babeles y pirámides,
monumentos a la desolación
de una inmortalidad insatisfecha.
Creció el río del ansia
incapaz de saciar la sed.
Pero siempre han surgido de las ruinas
vástagos de la luz y padres del sosiego.
Son los hijos de Homero, de Apeles y de Arión
los que han dado consuelo al hombre urdiendo
sortilegios y fábulas, secretos silogismos
que apaciguan la vida mientras llega la muerte.
Pues la poesía puede transfigurar el mundo
si transforma primero el corazón.
Todas las formas de conocimiento
hacen preguntas para hallar respuestas
sobre el enigma de nuestra existencia.
Pero llega un instante en que ninguna
tiene ya qué decir. Entonces solo
la escritura nos sigue revelando
esa estancia interior que nos descifra
el corazón y el cosmos.
La palabra nos salva, pues nos dice
las verdades que ayudan a vivir.
Solo hay una poesía necesaria:
aquella que consigue contestar
las preguntas que siguen sin respuesta.
Todo canta queriendo prolongar
la canción de la tierra
y todo niega que la muerte sea
más fuerte que la vida.
Convirtamos la pluma en un oasis.
Mirad cómo el poema exorciza el dolor
Convirtamos la pluma en un oasis.
Mirad cómo el poema exorciza el dolor
de la furtiva rosa.
Comprended que cantar es el camino.