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miércoles, 28 de octubre de 2015

Para un himno a la luz

Schumann: Segunda, Adagio


Al descubrir la muerte quiso el hombre 
dar fe de su existencia, legar cuanto sabía 
sobre su corazón. Creyó que así
no moría del todo. Aprendió a hablar 
con una voz escrita.
Lentamente esculpió su biografía 
en piedras y cavernas, legajos, pentagramas;
y levantó babeles y pirámides,
monumentos a la desolación
de una inmortalidad insatisfecha.
Creció el río del ansia 
incapaz de saciar la sed. 
Pero siempre han surgido de las ruinas 
vástagos de la luz y padres del sosiego.
Son los hijos de Homero, de Apeles y de Arión 
los que han dado consuelo al hombre urdiendo
sortilegios y fábulas, secretos silogismos
que apaciguan la vida mientras llega la muerte. 
Pues la poesía puede transfigurar el mundo
si transforma primero el corazón.
Todas las formas de conocimiento 
hacen preguntas para hallar respuestas
sobre el enigma de nuestra existencia.
Pero llega un instante en que ninguna 
tiene ya qué decir. Entonces solo 
la escritura nos sigue revelando
esa estancia interior que nos descifra 
el corazón y el cosmos.
La palabra nos salva, pues nos dice 
las verdades que ayudan a vivir.
Solo hay una poesía necesaria: 
aquella que consigue contestar
las preguntas que siguen sin respuesta.
Todo canta queriendo prolongar 
la canción de la tierra
y todo niega que la muerte sea
más fuerte que la vida.
Convirtamos la pluma en un oasis.
Mirad cómo el poema exorciza el dolor 
de la furtiva rosa.
Comprended que cantar es el camino.