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viernes, 1 de marzo de 2013

El abrazo iniciático

Schumann / Arrau: Escenas infantiles

Yo tendría diez años: debía de estar en primer curso de aquel bachillerato en el que aún se aprendía porque los profesores todavía enseñaban: la disciplina educativa era considerada una virtud y no sonaba, como algunos oyen hoy, a dictadura. Estudiar al hombre troncal, que ha de ramificarse, ayuda a comprender su corazón y el mundo en el que vive. Después hemos ganado en libertades que, por mal asimiladas, han enseñado sobre todo impunidad, libertinajes.

Pero, como digo, yo tendría diez años y me refugiaba de mi dolor infantil o adolescente en los juegos, sobre todo prohibidos y por eso más deseados: porque pocas cosas atraen más que los misterios.

Yo era triste cuando estaba solo -quiero decir: conmigo mismo-, y divertido cuando, en grupo, me olvidaba de mi timidez. 

Ahora bien: yo solo pensaba en mi infantil vecina, con su sonrisa grande y su ágil compañía cotidiana. 

A veces yo sacaba mis útiles de indio de película -o mi espada de sórdido cruzado- y la sujetaba a un poste alrededor del cual yo danzaba -o blandía mis dagas como iconos prefálicos- y la sometía a inefables torturas, tan incruentas como mis sentimientos.

No sé -no sabía yo- qué me empujaba a ella: pero necesitaba apretujarla, desollar suavemente su carne transparente: hasta que, convertido de pronto en hábil salvador, recibía el abrazo de haberla liberado. 

Dulces juegos aquellos de lujuria incipiente, de amorosa indolencia, de Peter Pan con las alas de Ícaro.

Un año, a los doce o los trece, casi pierdo el curso porque hube de guardar reposo por no sé qué fiebres que asediaban mi corazón con amenazas. Y María me acompañaba en mis lecturas del Capitán Trueno, Supermán e incluso un caballero errante en busca de unos amores dulcineicos y sin mancha. Empecé a preguntarme por qué todos se iban siempre al cine cuando en los libros se veían las mejores películas. Y además, estaba María: presentemente allí. (A veces he pensado que su nombre  secreto debía de ser Oniria).

Un domingo, tumbados, como solíamos hacer, sobre la cama, pasando hoja tras hoja -¡Qué música tan clara la del pasar las hojas!- la miré, y la miré de nuevo, como si yo surgiese de algún cuento o el cuento al que yo entraba fuese ella. Observé que su pecho había crecido, denso, sobre su delgadez idílica, y que sus ojos eran como un hermoso libro que quería leer y releer. Me incliné sobre ella, que, expectante, asustada y princesa, se dejaba vencer por el hechizo.

No guardo otro recuerdo más parecido al cielo.

¿Dónde estará María, onírica y tremante bajo sus blandos párpados?

¿Y qué ha sido de aquel que la besó?