Monteverdi: Lamento de la ninfa
Nadia miraba a su padre sentado ante sus libros, cerrando unos, hojeando otros, hasta encontrar la página que había quedado en su mente tal vez hacía décadas. Tenía una memoria prodigiosa y, como en el cuento de Borges que acababa de leer, necesitaría mil vidas para contar la suya.
Nadia contemplaba a su padre mientras escribía. Lo miraba a través de la rendija de la puerta, cuando esta no quedaba cerrada totalmente.
Nadia añoraba un abrazo de su padre, embebecido siempre con su pluma, persiguiendo las palabras exactas que dibujasen el rostro de su mente, la identidad oculta en lo más íntimo.
Nadia anhelaba convertirse en esa pluma creadora para ser moldeada por los dedos que tanto amaba, para sentir el tacto que oprimiese su cuerpo con su amor salaz, si era preciso.
Recordaba la muerte de su madre y cómo, ante tanto dolor, los brazos paternales y su pecho amoroso habían ido llevándose sus lágrimas y convertido aquel regazo masculino en una especie de placenta amante, lujuriosa de un estoicismo y una felicidad cada vez más creciente.
Ahora, convertida en preludio de mujer, su padre no la amaba con su cuerpo, ni anidaba sus besos en su piel, ni la hacía sentir el paraíso del calor de su abrazo.
Allí estaba su padre, con la pluma ante el folio, enamorando libros, olvidando a su pequeña amada soñadora de estrellas.
Nadia empujó la puerta y entró, desnuda y lacrimosa, su cuerpo alabeando y tiritante, en un trémulo intento, y estruendoso, de recobrar al caballero de sus sueños.