Nacemos. Los sentidos comienzan a chirriar su inmensa algarabía. Nuestra sensibilidad se apresura a asimilar sus experiencias. Al primer desconcierto sucede el intento de ordenar el caos, las sensaciones múltiples de agrado y desagrado. Y construimos un íntimo escaléxtric en el que todo tenga sentido, por muy obtuso que aparezca, y al que sumamos cada nuevo suceso emocional. Se va formando la personalidad: si la hemos construido bien o mal la padeceremos o gozaremos para siempre.
De pronto, muchos sienten el huracán de la existencia, ocurre algo que no encaja (por ejemplo, un virus fatal que implica el aislamiento), que es demasiado fuerte para que nos mantengamos armoniosos y con equilibrio. Alguna pieza del puzzle no la afianzamos bien o no está donde debiera. Llega el cierzo o el vendaval: parece que nos volvemos locos. Pero no estamos locos. Precisamos una reconstrucción.
Ahí llega el terapeuta de la mente.
Que no sea el reseeteo, eso me parece no conveniente.
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