Todos tendemos a la perfección, a conseguirla en nosotros mismos y a encontrarla en los demás. Pero la perfección no existe: es una utopía que, como todas, acaba engendrando monstruos. Es preciso aceptar las imperfecciones -síquicas, físicas- propias y ajenas.
La negación del homo y mulier ludicus nos pierde, nos condena al fracaso, porque somos humanos, no dioses, perfeccionables (mejorables), no perfectos.
Condenar en vez de admitir aquel rasgo que no nos satisface, pero que tampoco nos importuna la existencia, es empezar a convertir la convivencia en una dictadura. Si no se cae en el exceso imperfectivo, seamos indulgentes: todos tenemos un punto definitorio desde el que irradian grandes virtudes y menudos errores. Y son inseparables. Estos son las válvulas de escape de aquellas.
En cualquier caso, prefiero la real y moldeable imperfección humana a la posible pero improbable perfección divina.
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