... De repente, te detienes en tu tráfago diario y te preguntas:
¿Qué hago aquí? ¿Habré de conformarme con estar hasta el final? Siento, pienso, como, río, me entristezco... ¿Para qué? Nací, vivo, moriré... ¿Para qué? Antes que yo han existido y dejado de existir millones de millones de padres e hijos legándose la misma pregunta sin respuesta... ¿Para qué? Desde el mismo instante en que me extraño de esta situación, en la que un día es clónico del otro, mis preguntas confirman que soy un insatisfecho, que aquí nos arrojaron y de aquí solo saldremos con los pies por delante. ¿No es más dichoso, o menos triste, un lobo, pues no tiene conciencia de su caducidad?
Entonces te acomodas en la resignación de que los paraísos de la infancia, incrustados en el instinto de supervivencia, solo fueron promesas inconcretas, gratuitas y falsas. Y tu necesidad de sueños y de saberte necesario, y de entender siquiera oscuramente el mundo, te empuja a redimirte de algún modo, a olvidarte de alguna manera de esa ascua que quema el corazón: escoges ser un trabajador digno, tener una feliz familia, descansar sobre otro corazón... Y a pesar de todo, nada consigue liberarte de ese turbio laberinto en el que nos sometieron al nacer y del que no sabemos salir más que por la puerta falsa de la muerte.