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miércoles, 11 de enero de 2012

Dido y Eneas




Asomada a la noche y a su desolación,
busca Dido a Eneas en su piel, en su cuerpo,
en el fuego amoroso que aún arde sobre el tálamo.
Corre por las estancias persiguiendo el aroma
del beso y el abrazo. Busca en su corazón
los altos estandartes de su amor traicionado
y solo encuentra sombras. A lo lejos otea
las velas agitadas como pálidas lunas.
Comprende que las llamas que truenan en su carne
quieren salir y erguirse iguales a una pira
sobre la que lanzar cuanto hay bajo los cielos
para purificarse. Y dice:
Malditas tus palabras y maldito mi espíritu
que las creyó y no supo admitir que los dioses
podrían sobre mí, pues no soy tu destino.
Me echaste de tu cuerpo y de tu vida,
apenas entré en ellos.
Muera yo y sea mi muerte un sacrificio triste
para que alcances pronto el reino que te espera.
En tu triunfo, maldito, busco yo mi consuelo.
Y clavando la espada de Eneas en su pecho,
se arroja entre las llamas, mientras el héroe surca
el mar que lo ha traído y lo lleva hacia Roma.