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domingo, 29 de enero de 2012

La péñola parlante, IX


                Todos sabemos que el hombre más rico es el que tiene más amigos. Porque la amistad es fraternidad absoluta, mutua comprensión; impide la deslealtad, la traición, el comercio sentimental interesado que la sociedad ha establecido. Pero -decía Saint-Exupéry-, como no hay supermercados en los que comprar amigos, sólo podemos ganarlos mediante nuestras cualidades.
                Sin embargo, muchos consideran que los buenos amigos son aquellos que toleran incluso nuestros defectos y, además, que esa es la prueba definitiva para comprobar la verdadera amistad. Partiendo de esta premisa, pocos se esfuerzan en ser los mejores amigos de sus amigos; al contrario: exigen ser aceptados como son. No obstante, sólo damos lo que somos. ¿Y cuántos conseguimos convertirnos en amigos de nosotros mismos para darnos? Claro está que solamente nosotros tenemos derecho, y deber, de cambiarnos para entregar -y ofrecernos- lo mejor de nuestra personalidad; porque la amistad no consiste en esperar favores. El mejor amigo no es el que todos los meses nos presta unos euros para llegar a fin de mes, sino el que, afablemente, nos hace comprender que gastamos superfluamente: con lo primero -el préstamo- aumenta nuestros vicios, y con lo segundo -la amable apreciación- acrecienta nuestra mesura y responsabilidad.
                De un amigo se espera compañía, confidencias, comprensión; y hay que dar lo mismo. Es imposible tener amigos si, en vez de ofrecer nuestra amistad, pedimos complicidad. Somos responsables de nuestros amigos: perderlos es perdernos. Pedir pruebas de su amistad suele destruir esta. Léanse los capítulos XXXIII-XXXV de la Primera Parte de “El Quijote” -el relato conocido como “El curioso impertinente”- y se verá dónde puede conducir la amistad mal entendida.
                Sin embargo, la auténtica amistad es más duradera que el amor. Inexplicablemente, cuando el amor se acaba suele dejar rencor y hachas de guerra alzadas, puesto que la necesidad de exculparnos nos lleva a culpar al otro: si asumiéramos nuestros errores racionalmente, no nos equivocaríamos emocionalmente y no surgiría el rencor. Pero el amor inventa dioses, idolatra, es enardecimiento, pasión desenfrenada. Amamos mientras nos hechizan las cualidades de la otra persona. La amistad, en cambio, reconoce hombres y mujeres; honra personas; nos permite aceptar las limitaciones -no las contumacias- ajenas. La amistad respeta: es razón, confianza, solidaridad. La amistad concede lo que el amor exige: fidelidad. El amor impide conocer verdaderamente a la persona amada; conocimiento que sólo se produce cuando desaparece la idolatría y se ve ante sí a un ser de carne y hueso, no de sueño y magia. El amor sería maravilloso si, cuando termina el enamoramiento, pudiera continuarse como amistad. Por eso una amistad duradera que acaba en amor suele tener un largo futuro.
                Es doloroso, pero inevitable, pensar que, según las pautas de la conducta humana, Romeo y Julieta, emblemas de los enamorados “hasta que la muerte los separe”, pasados unos años de apasionado idilio, hubiesen terminado piropeándose insultos y deseándose la muerte. En cambio, nadie duda de que Aquiles y Patroclo, los héroes de “La Ilíada”, hubieran dado sus vidas, el uno por el otro, en cualquier momento de sus vidas. 
                Contemple el lector la “Carta de amor”, de Fragonard: el embrujado rostro de la joven -al leer que sienten por ella lo que necesita hacer sentir- nos hechiza con su azoramiento; pero también nos dice, tristemente, que esa ensoñación, capaz de transformar -sin causa- en héroe al enamorado escritor de la misiva, contiene la probable posibilidad de convertir en monstruo a quien ahora idolatra. ¿Seguirá amando, o bien odiando, cuando se marchiten las palabras de la carta? ¿Convertirá su amor en amistad? Esto último sería lo razonable: tras unos años de fusión sentimental, no una intolerante confusión emocional, sino una razonable tolerancia y comprensión basadas en el mutuo conocimiento. Pero el amor propio ha matado muchos amores y herido, o impedido, muchas amistades.
                Ni defiendo ni ofendo, porque es imposible vivir sin amor y sin amistad; y lo ideal sería satisfacer ambas necesidades en la misma persona. Pero constato, por ejemplo, que Orson Welles destruyó el mito cinematográfico de Rita Hayworht en “La dama de Sanghay”, cuando dejó de amarla. Y que Berlioz, queriendo agasajar a su amada, le dedicó la tan tempestuosa como tierna y burlesca “Sinfonía Fantástica”, reflejo de sus relaciones. En cambio, Liszt, deseando honrar la amistad de Berlioz, le envió la grandiosa “Sinfonía Fausto”. El lector oyente puede comparar el equilibrio de los resultados auscultando sus reacciones mientras escucha.