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jueves, 12 de enero de 2012

El devenir del saber (La péñola parlante, II)



Hace 200 años, en un pleito, uno de los firmantes escribió junto a su nombre, como una virtud: “propietario de tierras y dinero”. El otro -era su hermano- rubricó: “Beethoven, propietario de un cerebro”. ¿Cuál de los dos hermanos fue más rico? ¿Cuál enriquece más al ser humano? ¿Y quién podrá arruinar La Sinfonía o poner precio al bien que ha dado al hombre?
Más especulativas que científicas, hay dos suposiciones que se han hecho sobre el futuro de la humanidad; una de ellas: que la escasez del agua pronto la hará valer más que el petróleo; la otra es que el libro dejará de existir en tan sólo algunos años. En realidad es el debate eterno entre el materialismo y la cultura, cuya resolución todos sabemos. ¿Pero vive mejor quien es más rico o aquel que es más pobre en ignorancia?
Siempre hay apocalípticos profetas que hablan del fin del libro y la cultura. Ahora es la autopista de internet quien -dicen los sofistas del progreso- derrotará, por fin, página y tinta. Sin embargo, los libros de papel -papiros, manuscritos, letra impresa, legajos- siempre han sido compañeros de la mente erudita y lo serán del formato electrónico porque este sólo demuestra que persiste el hábito de conocer el rostro de los otros, su corazón, su pensamiento y vida, el retrato social e individual.
Según la British Library, en el año 2020 no habrá ningún periódico publicado en papel tan solamente; pero sus anaqueles crecen doce kilómetros al año. ¿Qué esperar sino la permanencia de lo impreso, a lo que va sumándose lo efímero si ayuda a difundir conocimiento?
Cambian los tiempos, cambian los lugares; pero en el hombre permanece siempre el afán de saber, de conocer; y no hay prisión para encerrar sus ansias. No ha de morir jamás, por tanto, el libro, cauce de todas los sabidurías y huella dactilar del ser humano. Ya lo decía Nietzsche: “la lectura ayuda a rescatar de la barbarie” y a convertirse en hombre del futuro. Y el pensador Steiner escribió: “Sueño a veces con casas de lecturas donde los deseosos de aprender encuentren el sosiego necesario” y la complicidad de buenos libros. Quien tenga duda observe aquel genial “lo sabía” del monje Sean Connery al descubrir la oculta biblioteca de la umbertiana El nombre de la rosa.
Pocos preferirían el saber al poder, es decir: a Don Dinero. Incluso muchos libros alimentan más a su editorial que a los lectores. Y si se convirtiera el agua en oro muchos se alegrarían de la sed que los enriquecía de repente.
La cuestión no es saber qué ganaremos aprendiendo del árbol de la vida, sino qué nos perdemos ignorando. ¿A quién respeta más la Historia, a un hombre rico que se embrutece en su egoísmo o a un hombre solidario que enriquece a los demás con su sabiduría? ¿Y quién se sentirá más orgulloso de lo que es y de lo que será?