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domingo, 15 de enero de 2012

De la fatalidad (La péñola parlante, III)




El hombre es la única criatura que se hace preguntas y que, por lo tanto, necesita respuestas.
Eurípides pintaba a los hombres como eran, y Esquilo como debían ser. Shakespeare parece decirnos en sus escenarios que los hombres son como son porque no se esfuerzan en ser como deben. Don Quijote es patético porque la tragedia de algunos hombres consiste en no poder convertirse en el que anhelan ser. Raskolnikov, pretendiendo ser un dios, se transforma en un diablo. Afirmaban los griegos que el hombre es un sufridor por esencia y no sólo por circunstancia, cosa que achacaban al destino, y que durante el XIX parecen subrayar Schumann, Larra, Van Gogh, y tanto suicida. Borges nos cuenta el tópico del hombre que, queriendo escapar de la muerte, huye inevitablemente hasta donde esta lo espera. En uno de nuestros más hermosos poemas medievales, “El enamorado y la muerte”, el amante, creyendo estar a salvo junto a su amada, muere al subir hacia su torre… En fin: en ninguna de las muchas definiciones del hombre faltará su voluntad de seguir vivo.
Sin embargo, lo cierto es que nacemos para morir y nadie sabe cómo esquivar esa desdicha. Ahora bien: más que lo que concluimos que es, importa lo que decidimos que debe ser. Tal vez por eso Alexander Pope, escribió: “ya que mi espalda está torcida, mis versos deben ser rectos”, afirmando con ello su decisión de no arrodillarse ante los infortunios de la Naturaleza, sino de extraer de ellos algún beneficio. Beethoven y Goya son otros ejemplos de superación de la adversidad. En el extremo contrario, una inteligencia tan clara como la de Shopenhauer concluyó que era necesario matar la voluntad de vivir para agotar el sufrimiento. Pero tal vez la única forma de combatir la fatalidad sea la de orientar ese instinto de supervivencia, que implica rechazar el malestar y perseguir el bienestar. Lo cual nos lleva directamente al repudio de la muerte y de cualquier dolor, y a la búsqueda del placer, que no es sino una ebriedad de los sentidos. Impulsar estos hacia el gozo trascendente o intelectual y no hacia la frivolidad es la terapia más recomendable.
La trascendencia que nos caracteriza es un impulso biológico, nacido de saber que hemos de morir, pues “la verdadera muerte es descubrir la condición mortal de la existencia”. Somos descendientes sicológicos de la muerte. La tradición judeocristiana ha traumatizado el inconsciente colectivo al equiparar muerte con agonía. Pero, además de que la ciencia ya tiene respuestas para la agonía, si miramos con serenidad, la muerte es algo que nos incumbe como individuos físicos, no como esencias transformables. ¿Por qué damos a la muerte el significado de fin absoluto y no el de metamorfosis, o umbral para otro espacio y otro tiempo? ¿Es el cuerpo el receptáculo único, o provisional, de la mente? ¿Ser mortal significa dejar de existir? ¿Cuándo cesa la conciencia? ¿Acaso somos nada más que material fungible, un proyecto de cadáveres, o abandonamos estos para entrar en otra dimensión? El universo es tan inmenso que la muerte como acabamiento no tiene en él cabida, y contradiría su infinitud. Si existe una Conciencia Inteligente que desarrolla un Mundo Expansivo, ¿por qué no seguir la misma causalidad consecuencial y considerar que la vastedad del universo admite la coexistencia de cuanto ha vivido, y que esa reencarnación hace posible una nueva edición, corregida y aumentada, de este libro de vida insatisfecha que somos? Eso no nos evita la angustia de sabernos mortales, pero permite la esperanza de que no haya un final definitivo. Y si lo hay, ¿qué?
No por llorar ha de secarse el mar y convertirse en cielo. Hasta donde conocemos, no hay inmortalidad, sino muerte. Lleguemos hasta ella con la dignidad de quien convierte el llanto en oasis. Repudiemos la vida considerada como fugacidad a la que se le mendigan instantes pletóricos -eso que llamamos carpe diem- y vivámosla como temporalidad disfrutable, diciéndonos “hoy empieza el futuro”. Olvidemos los paraísos perdidos que esperan ser recobrados y luchemos por crearlos. El mundo sería otro si pudiéramos extirpar el miedo genético a la muerte. Desaparecería la infelicidad. Ya que no podemos, superémoslo. Porque vivir no es un regalo, sino una conquista.
Comoquiera, sólo la voluntad nos dignifica.