Hacía yo aquel ejercicio de inutilidad que la España ordenaba a la juventud para que supiese cómo morir por ella con un arma en la mano y como carne de cañón, supongo. Entonces apareció mi primer librito -que poco después hurté, para quemarlo, de todas cuantas casas visitaba-.
Casi un poema
Padre.
Palabra desterrada del poema.
Qué puedo decir de ti para cantarte.
Apenas si en la Historia hay algún verso
que cante a los que fueron como tú
padres del sentimiento de sus hijos.
Mas no basta el silencio de la Historia
para callar mi voz en tu alabanza.
Tal vez nunca existió
un padre como tú,
que callas y no dices
que lo malo está mal,
que callas y no dices, pero tienes
un silencio que es un consejo alegre.
Qué puedo yo decirte, qué
para cantarte,
para hacerte ternura en mi poesía
si ni siquiera has muerto
para que el sentimiento de tu muerte
se entierre en estos versos
y sea él mi poema.
Cómo amarte y decirte que te amo
con letras y con tinta
si me puedo acercar a tus oídos
y, si no susurrártelo, besártelo,
dejarte una palabra en la mejilla.
Este amor que te tengo es un plumaje
que acaricia mi alma lentamente,
un trozo de silencio que me envías
desde tus ojos cuando nos miramos.
Este amor que te tengo es una tarde
que ha perdido el crepúsculo en su luz,
como mi sombra pierde su silueta
cuando viene la noche y estoy solo,
sin esa compañera de mi gesto.
Qué puedo yo decir para hacerte poesía.
Padre.
Pronuncio tu palabra y no me sabe
más que a piedra o paloma, trigo, amor.
No encuentro de tu vida
nada que el mundo no haya hecho mil veces.
Y estás viejo y no harás
seguramente nada perdurable.
Qué puedo yo decir entonces, dime.
Dime lo que tú quieres que diga yo a los hombres.
No te puedo dejar marcharte así,
olvidando un silencio entre tus huellas.
¿No hay un grito en tus pasos, una guerra?
¿No escondes una herida en tu regazo?
Dame sangre y haré de ella tu épica,
forjaré un mundo donde tú seas sol.
Dame sangre, tu sangre, dame sangre...
O tal vez te has dejado la sangre allá, en la vida,
en las otras heridas que no sangran,
cuando yo te pedía un pan que fue
el precio de tu sangre sin espinas.
Si es este tu martirio ya tienes redención;
porque puedo pensar que nada hiciste,
nada que el corazón recuerde sobre el bronce,
porque tuviste una batalla propia
donde yo era el fusil que te sangraba
las fuerzas cada día
cuando el perro del hambre me ululaba...
Qué no diré de ti, qué callaré.
Tengo voz para siglos si este yugo
que ciñe mi garganta, si el sudor
que me brota del alma no me ahoga
y seca mis palabras, estos gritos
que mi pluma, como a la par de mí,
llora tan húmedos ya, tan como lágrimas...
Y entonces, aquí, ahora, en este verso
es el dolor
el que me hace sentir que el otro mundo,
el de fuera de ti y de mí, no ha de saberlo,
ha de seguir oyendo tu silencio
porque yo ya no quiero repudiarlo.
Y me voy junto a ti, donde me miras,
y te dejo y te dejo y te dejo
una frágil palabra silenciosa
y una leve paloma en la mejilla...
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