Antonio Gracia y sus devastaciones
Josemanuel Ferrández Verdú reseña 'Devastaciones, sueños', el poemario 'maldito' de Antonio Gracia publicado recientemente por EL CUADERNO.
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Josemanuel Ferrández: A. Gracia y sus devastaciones
De hazaña inesperada puede calificarse la edición que EL CUADERNO acaba de hacer de un libro polémico socialmente pero necesario, por sustancial y emblemático de la condición humana. No es poco mérito que se difunda a través de Internet un poemario lírico reflexivo y luminoso, fuera de poéticas al uso, casi como antídoto contra tanta poesía de receta y las frivolidades de Facebook. El libro en cuestión es Devastaciones, sueños, que lleva quince años sepultado por cuestiones ajenas a la poesía, lo cual lo convierte también en icónico de las siempre presentes guerras literarias. Su autor es Antonio Gracia. Quien haya leído sus entregas en EL CUADERNO habrá observado que se puede escribir de otra manera, como él dice: con una escritura «centrífuga de lo circunstancial y centrípeta de lo esencial». En este libro reúne en claros versos (de «heridores y sabios» los califica el prologuista) un vértigo invertido en la soledad de una conciencia imposible de aplacar, que solo la escritura redime del desconsuelo.
Antonio Gracia venía de recorrer, en sus anteriores libros, un camino agónico; y estos poemas son como un desandar cuesta arriba la anterior caída en la noche oscura del alma. Poemas del cautiverio de la condición mortal, asumida como un esfuerzo hacia la libertad metafísica.
Se advierte un enconado interés por entender qué es el mundo y qué o quién es el autor, en contraste con el poeta puro. Tanto para Mallarmé como para Gracia, el mundo deviene en un libro, que en Stéphane es la expresión del misterio y en Antonio de la salvación. Para Gracia el verso y la vida se funden en un abrazo a la vez carnal y ontológico. No pacta con la palabra ningún comercio que no acepte ese principio de su ser interior. La palabra no es solo el instrumento de la vida sino la vida en sí, su erupción incontrolada, volcánica a veces como en «La estatura del ansia». En este libro decía: «de paisajes vertidos en mis ojos traigo inundada la memoria/ y de persecuciones de infinito el ansia devorada tengo».
Pero aquel fuego se ha transformado en rescoldos, y gran parte de la melodía en reflexión. Solo así la palabra puede servir al poeta como una visión consoladora de su impotencia esencial, de la desbordante imposibilidad de ser feliz.
Como en Leopardi, hay en Gracia (cuya inflexible personalidad y resolutivo criterio poético siempre despiertan controversias) un sentimiento romántico ante lo inaccesible, que en éste se vuelve ira contra un dios ininteligible, para después dejar paso a la desnudez de la suave brisa de la tarde que puebla el espíritu de las canciones que antaño fueron el recorrido de una juventud inocente. El mar, la música, el infinito, todo lo inalcanzable en el presagio de una oscuridad que en este Devastaciones, sueñoS recobra la paz para encontrar un posible equilibrio del pensamiento a través de una reflexión profundamente poética, es decir, hundida hasta la raíz en la materialidad irredenta del ser en el tiempo, la dramática visión del olvido y la muerte, a pesar de la inútil búsqueda del sentido en el resurgir obstinado de los seres. Pero la conciencia del yo no se salva más que si se disuelve en el cosmos la unicidad del yo. Por eso todo «es hoy devastación y laberinto,/ semilla oculta que renace en mí».
«Devastaciones…» es un libro donde la especulación se abraza a la emoción para ofrecer un rítmico sendero hacia una forma de felicidad humilde y tranquila que solo está presente en el arte. Busca acallar un grito, como el de Munch, bajo los acordes de Schumann, Liszt o Wagner, que latían en el primer volumen poético de Gracia. Una sosegada y dubitativa conjetura cabalga ahora los ritmos cuya armonía recuerda más a Bach y la espléndida madurez apolínea de las cantatas y los sobrios soliloquios para cello, a los que la voz contenida y lúcida de Gracia evocan como un principio de la reconstrucción del mundo en la conciencia: el poeta está solo en el universo, tanto como el hombre normal, pero su conciencia de ello es más dolorosa, por lo que necesita reconstruir un ámbito emocional, una casa, donde su alma no naufrague en el abismo del vacío, el más gélido de los infiernos.
Podemos darle muchas vueltas, pero la muerte se obstina en germinar bajo cada verso para oponer su insaciable sed a la necesidad de vivir del yo, aun más allá de lo razonable. Ni las religiones ni las filosofías pueden aplacar el desengaño; por tanto cada hombre se halla solo frente a su propia aniquilación, y este pensamiento, que olvidamos para vivir, regresa continuamente a la mente del poeta. Y esta es la reflexión última que da solidez estatuaria a unos poemas que transitan como breves visiones de argumentos y escenas: «Épica del dolor es la derrota/ del hombre por la muerte. Y el poema/ da fe de esa tragedia».
Y sin embargo, como si alguna extraña magia hiciera realidad el título de su libro inmediatamente anterior, «El himno en la elegía», la reflexión final de estos versos desborda la melodía para transformarla en aroma de la vida inocente y cálida del edén. Sin duda siguiendo la consigna de Séneca per aspera ad astra, como el autor escribe en el frontispicio de La condición mortal, otro de sus libros.
6-7-19
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