Querida Doctora:
Lo que pretende el autor no es el aplauso egoísta y superfluo. Eso tal vez lo persiga el plumífero, el compositorzuelo, el pincelador, todos cuantos desconocen que el arte implica creación. El autor es un creador, no un copista más o menos diestro. Pretende -y lo cree su deber- mostrar otros mundos para sí mismo y para los demás: otras imágenes, otros matices, otras perspectivas que actúen como contrafanatismos. ¿Por un piropo efímero de las masas va a soportar el creador la incomprensión de sus conciudadanos o coetáneos?
Naturalmente que se alegra de que se reconozca su esfuerzo. Si se condena esa alegría se está condenando también al creyente que sabe que con sus buenas obras para los demás está comprando un lugar en el cielo para sí mismo. O predicando que el enamorado no debe amar ni confesar su amor porque cuanto más ama más se alegra su corazón y se enriquece su vida. O al médico que se siente feliz por salvar vidas.
No: el creador inconformista recorre un proceso de dicha y sufrimiento en su creación, cuyo dolor acepta porque si huyera de él sería como desertar de su misión: dar, poner luz, hacer crecer al Hombre, añadir algo al mundo que le rodea, ensanchar el universo.
Un ejemplo ejemplar, además de las persecuciones sufridas por tanto sócrates, jesucristo, copérnico, miguelángel, vangogh, góngora ... : Cuando en 1802 Beethoven decide consumar su suicidio, aquejado de una terrible depresión porque no puede sufrir más su sordera galopante, una sola cosa lo detiene, según escribe en su Testamento de Heiligenstadt: "No puedo irme de este mundo sin darle a los demás cuanto llevo dentro". Y dio al mundo desde ese mismo año la Heroica; y después, la Quinta, la Sexta, la Séptima, la Novena, la Misa, la Hamerklavier, la Gran Fuga...
¿Acaso el mundo sería el mismo sin esas obras y las de cuantos aprendieron de él: Schubert, Schumann, Wagner, Brahms...?
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