Marcello / Bach: Adagio
¿Qué es la inteligencia sino la facultad de enlazar los diferentes datos de nuestra mente para vislumbrar la solución de un problema, sea este de la índole que sea? Si es así, dos ingredientes necesitamos: que la naturaleza nos dote con un cerebro fértil y que la voluntad y el esfuerzo nos conduzcan al amor por el saber.
Sobre las dotes naturales nada podemos hacer sino utilizarlas adecuadamente; sobre nuestros conocimientos sí podemos y debemos ampliarlos, sin caer en el exceso ni el defecto. Si a la potencia cerebral se le une la cantidad e idoneidad de datos computables como premisas, debemos deducir que una gran memoria poco consigue sin la estrategia inteligente, y esta tampoco si no maneja la suficiente y razonable erudición.
No sería descabellado poner como ejemplo de fusión y equilibrio entre las dotes naturales y las adquiridas lo que afirma un ejemplar y popular personaje: dice el Teniente Colombo que como se sabía menos capacitado que otros compañeros de clase, suplía esa menor capacidad con una mayor atención y estudio. Y lo mismo puede decirse de Sherlock Holmes: aunque es especialista en algunos temas, confiesa carecer de una profunda cultura, lo que le lleva a convertir la observación en el elemento de su deducción y triunfo sobre la impunidad del mal.
De modo que basta con alimentar la capacidad infantil y adolescente con mayor o menor experiencia sensitiva y cognitiva (amar el conocimiento, cultivar la autoestima, conocer los arbotantes y engranajes de la Historia...) para que la escalera de la inteligencia nos suba más o menos en la comprensión del ser y estar en la existencia.
La mente es una pizarra magnética en blanco: absorbe y escribe en ella todo cuanto ocurre a su alrededor, y jamás lo olvida. Su memoria es infinita: aquello que no puede guardar en primer plano lo almacena en sus sótanos, en espera de tener que utilizarlo. Allí va lo que parece no interesarnos y lo que nos interesa demasiado pero nos daña.
En los primeros meses de nuestra vida es una página virgen. En ella vamos tachando y reescribiendo los hechos, que se transforman en recuerdos independizados de la realidad a la que se refieren. Ahí permanecen, en la sombra, y a través de los sueños o las premoniciones se comunican con nuestra conciencia en un lenguaje jeroglífico y secreto de dificultosa explicación o entendimiento.
Ordenar bien o mal ese laberinto de emociones, sentimientos, impulsos y racionalizaciones es lo que crea cada personalidad y hace a cada ser humano diferente. De manera que somos producto de unos genes naturales y otros factores que actúan, con similar fortaleza, como genes sociales. No siempre están de acuerdo unos y otros, y su choque es lo que nos provoca generosidad, egoísmo, honestidad, desentendimientos, traumas, sociopatía ... enemistades incluso con nosotros mismos...
Muchos años tardan en grabarse nuestros mecanismos síquicos, y décadas en eliminarse. De ahí la importancia de adquirir buenos hábitos. Y ese es el mejor aprendizaje: sentirnos dignos de cuanto hacemos y merecedores de cuanto recibimos.
Ahora bien: en esa labor de creación de nuestro yo hay un sustrato: el que nos enseñan nuestros padres, vecinos, profesores: ellos son nuestros primeros y verdaderos maestros, y los auténticos responsables, puesto que la educación es un entramado en el que intervienen todos los agentes de la sociedad.