Tchaikowski / Xenakis
Cuanto más avanza el progreso más nos
alejamos de la Naturaleza. Los bosques se han petrificado en forma de avenidas
y rascacielos. Los árboles han sido sustituidos por las antenas parabólicas y
nos subimos a ellas como simios que han olvidado su condición y evolución de
humanos. Tal vez por eso hay quienes no consideran un error decir “personas
humanas”: quizá porque cada día hay más personas inhumanas.
De la sencillez,
nobleza y genuinidad del hombre natural solo nos queda la infancia, ese lugar
del que nos ha ido exiliando el proceso social, tan necesario pero tan
injustamente reglamentado, y que subyace en nuestra conciencia como un paraíso
perdido e irrecuperable. El pensamiento clónico ha conquistado nuestras mentes.
Los licenciados en analfabetismo y los sindicatos de insolidaridad son cada día
más numerosos. Hemos creado una civilización tan egoísta que nos aleja de la
cultura fraternal del corazón.
Salir de la
adolescencia significa entrar en los bancos del Estado de Bienestar para
aprender a cambiar nuestros sueños por las divisas del dinero, gran dios de un
mundo ocioso que cree que el bienestar consiste en llenarse los bolsillos a
costa de insensibilizarse para no ver el propio estado de íntimo malestar, la
muerte universal por hambrunas programadas y otras grises postales.
80 años después de que Huxley nos mostrara “un mundo feliz”,
estamos muy cerca de alcanzarlo. Como he dicho, la Naturaleza ya no forma parte
de nuestra experiencia, sino de la leyenda y la Historia; y así como para tener
alguna idea sobre ella hay que asomarse a los documentales televisivos, para
conocer qué cosas verdaderas son un hombre o una mujer es preciso adentrarse en
un libro, puesto que fuera de ellos encontramos más consignas robóticas que
propia reflexión, y menos carne y hueso que cirugía plástica. Ya lo dijo Quevedo: "los que parecen
rostros son máscaras”.