Lehar: La viuda alegre
Un sicograma para Juan Gil-Albert
Todo lo que
anhelé y que no he vivido.
Un
alto muro a veces me separa del mundo.
La actividad literaria de JGA nace de su inactividad social. Su radiografía mental puede ser esta:
1) se
reconoce distinto (clase social, cultura, sensibilidad sexual ...); 2) se
aísla por ello; 3) tal aislamiento es una defensa, una coraza frente a los
otros -lo ajeno-; 4) pero también es una automarginación; 5) que conduce a una
marginación condenatoria del mundo; 6) y que encuentra una reciprocidad
marginatoria; 7) el autoexilio, el enclaustramiento, la contemplación son las
consecuencias; 8) la aceptación del paraíso perdido, la literatura como mundo
sustitutorio de la realidad huida y la muerte considerada como reciclamiento de
otra vida, son los resultados. 9) El autocontemplativismo y la contemplación de
“lo otro”, que no existe más que cuando entra en el ámbito de su mirada,
conforman su identidad.
El ocio es una consecuencia del deshaucio interior, precisado de una liberación mediante la escritura, a través de la cual el ocio se convierte en la única tarea y también en la premisa reflexiva de que la primavera juvenil es el único edén, y la vejez un acabamiento de la vida al tiempo que una preparación para otra existencia. La misteriosa presencia de lo irreal fascinador deviene las transformaciones a que la vida, como meta-física, está sujeta. Porque la vida se muere: la juventud es un tránsito y una belleza que hay que renovar; por eso la vejez, más que una senilidad, es la antesala de la palingenesia, y la muerte su bautismo. La muerte es esa sombra/ de un mortal ya dichoso ("La fidelidad, VI"). El amor inicial a la vida -abortado- germina el Amor, amor, amor, amor, amor ("Anacreonte o el enamorado") y concluye en el quevedesco polvo amoroso, olvido eterno ("Balada").
La aceptación y celebración de la vejez (como plenitud y desciframiento de la identidad) es paralela a la del enciclopedista, cabalista del verbo y creador de universos literarios Borges el memorioso: La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) / puede ser el tiempo de nuestra dicha ... Pronto sabré quién soy. Y el amor redentor, más poderoso que la muerte, está presente en Salinas: Por ti creo / en la resurrección, más que en la muerte.
Convaleciente de ilusiones ha sido siempre JGA. El ocio es un descanso del
desencanto, y el lujo de la escritura una serenidad en el desasosiego. Al
saberse apartado del mundo, decide apartarse de él. Rehuyó el mundanal ruido
porque se acomodó, después de la consideración del fraude de la existencia y de
la primera fuga en busca del acomodo de la soledad como refugio ante el
adverso mundo, a una estabilidad que podía ser perturbada por cualquier seísmo
emocional o brisa exterior. Porque cuando escondemos el espejo -los otros-
podemos creer que somos como nos sentimos, no como nos reflejamos. Así que el
mundo queda para mirarlo, no para que nos mire: de las ideas o pasiones ajenas
sólo toma como compañía la de los libros, que se pueden cerrar cuando
perturban. Pero esa decisión voluntaria o inconscientemente asumida conlleva la
deserción de lo más preciado y que, no obstante, ciegos en la huida del
fracaso, despreciamos o abandonamos: la misma vida -cuya negación imposible, o
su reverso, se persigue en la página, la partitura, el lienzo. Esclarecedora es
una frase dicha en conversación a J.C.
Rovira (Fuentes de la
Constancia, Cátedra, p. 28): “viví sin que nadie me molestara”. Y en Crónica General (I, 183): “Vivir ha sido para mí
recibir sensaciones”. Igualmente en la Introducción a FC: “Reintegrado a
mi tierra, y más que nunca en diálogo silencioso con ella, no con sus hombres...”.
Apartamiento, pasividad. Porque su íntima esencia es la de
una incierta/ vocación de vivir ensimismado / dejando hacer al tiempo (Concertar es amor, XLV).
Difícil es, así, no caer en el autismo torremarfilista. El mundo no
existe en Gil-Albert más que como en la caverna platónica: lo que ocurre fuera
no le interesa. Con el tiempo, el inicial egocentrismo defensivo será una
egolatría autoestimativa, y el individualismo insolidario una fraternidad
intelectualizada. Había partido de una concepción -mejor: percepción-
catastrofista inductora de la misantropía: y acaba, huyendo de los hombres por
temor a cada uno en concreto, hallando y amando -deseando, necesitando- al
hombre como abstracción. Refugiado en su mismidad, atrincherado en su mente, recuerda
que será sólo un recuerdo cuando muera; y se acuerda entonces de aquellos que
lo recordarán:
sola
está el alma sola en su proceso
de
vida y muerte... pero cómo olvidar
lo
que es más dulce, acaso, que la vida:
la
humana convivencia
(Lo póstumo).
Su realidad, que percibe como verdad incuestionable, no existe más que en su
mente. Su evocación es la de un tiempo ido, no vivido, sino observado; y el
presente tampoco lo vive: lo escribe. Para lo mismo acontecer mañana. Ha
dedicado su vida a contar su vida no vivida: a no vivirla más que en palabras.
(Algo semejante le ocurre a la mayoría de los poetas creadores: pero no
sustituyen la vida, sino que la complementan con su verbo). Ha dedicado su vida
a contarse para cantarse. Y, como Narciso, ha caído en la página en la que se
miraba: no para permanecer levitante, sino devorado por ella. Es el instante en
el que la palingenesia se cruza en su camino como salvación, por continuidad,
de la existencia como inmortalidad después de la vida mortal concluyente en la
muerte: “siente la muerte/ como una inevitable trascendencia”
(Omnímodo). “Todo avanza
lentamente/ hacia transformaciones infinitas... (Las transformaciones): esa
continuidad en la disolución, tal materialización de lo que se inmaterializa,
la reencarnación de lo que prevalece entre las muertes sucesivas constituye la
esperanza; lo que se es y lo que se fluye conjuntados (Parménides y Heráclito hermanados en la moneda -el óbolo-
de la existencia) son la clave de la inmortalidad. Es la diversidad de la
esencialidad, el estar en el ser (el ser en el estar), lo que fluyendo vario
permanece como fluido estático: Esta congregación que se disgrega...
(Las trasformaciones).
Porque a pesar del timbre odesco e hímnico, la “joie de vivre” de JGA es -o me
parece- una sonrisa de las que quedan cuando la alquimia del cerebro acaba su
engañoso elixir de la alegría. Lo que realmente hay en esa euforia es una “mortal
ilusión” (Cincuentenario). Tras la mueca jovial hay un rostro severo que
considera rostro la jovialidad y que se engaña cada vez, lentamente, menos. “Ser
un hombre,/ un hombre escuetamente aunque vencido”
(El amor propio), “Esta zona clemente del espacio / donde la enfermedad se
llama vida” (Los átomos): la
existencia sentida como tragicidad, con algún “trastorno de placidez”,
es la exaltación eufórica de quien descansa de un dolor unamuniano más que un
júbilo vitalista, un reposo en el tedio más que una cima de la alegría. El
tiempo es una melancolía; aunque el instante pueda ser un optimismo. Como Quevedo (“solo lo fugitivo permanece y
dura”) “sabe que sólo vive lo fugaz” (Omnímodo).
Así se entiende sin exasperación que sea un lujo estar ocioso: sereno, olvidada
la agonía de estar vivo. Estar ocioso es estar libre para poder mirar: y
entonces el contemplativismo es una profesión de fe que tiene como plegaria y
exorcismo la escritura. En lo que se refiere a su exaltacionismo vitalista,
Gil-Albert se comporta como un galanteador de la naturaleza que coquetea con la
grecolatinidad para piropear la mediterraneidad: lejos de ser un activista,
como Hernández, es un
pasivista. Se comporta con la vida como un amante que, ante la sensualidad de
la amada, la requiebra y corteja con palabras sin actos temiendo herir su
honestidad, que es lo que la dama quiere evitar precisamente porque la carne no
se sacia con piropos sino con el tacto de otra carne. Su actitud me recuerda la
anécdota de Neruda en la que cuenta cómo, en medio de
la noctambulia y bacanal, García
Lorca permanecía ajeno, entre
místico y cándido, con los ojos beatíficos y puros.
Apartado del mundo por distintos motivos, desde el alejamiento y la soledad
ejercita una misantropía a veces clandestina, a veces manifiesta.
Cuando
veo a los hombres sepultados
unos
en sus trabajos y tormentos,
otros
en sus riquezas, infelices...
Qué
solo el hombre
se
siente en esta selva indescifrable
con
el nombre pomposo de cultura.
(El pecado original)
“La
gran ciudad es selva y sólo selva” (Panorama), “La tierra es un ruido, el
cielo calla” (Alegoría). Versos significativos. Esa
“selva” es la que le lleva a reivindicar el ocio como sinónimo de fuga de la
contaminación social, como un infierno : para buscar el lujo de la
autenticidad, un paraíso, en un mundo en el que todos “fingimos urbanamente
al menos” (Tres cantos, II).
El autoostracismo (el refugio en el rincón horaciano-luisiano) es la
consecuencia de la identificación del hombre social como “un ser ponzoñoso”
(Bíblica). ¿Es el ocio una paz y por eso un lujo? ¿Es ese sosiego el que sintió
de niño en los lugares donde nadie le contrincaba la serenidad? ¿Por eso la
casa de campo y su homónimo griego, el monasterio, es su nostalgia y su
melancolía, su proustiana “recherche”?
Tales consideraciones le inducen a un particular “menosprecio de corte y
alabanza de aldea”. La corte es la cultura espria (la civilización persecutora
del dinero); la aldea, la inocencia, la primigenieidad (asible en el enclaustramiento).
La aldea sabia, no contaminada en su pureza, es Grecia, el solar infantil, la
infancia. En esos tres espacios mentales perdura la inocencia, la genuinidad,
como una ociosa inercia que deviene un paraíso, un “lujo” de serenidad y
ensoñación. Los cantos del “carretero que cantaba”, el “monasterio griego”, la
casa nostalgiada y elegiada, el arado que el joven cabalgó ... son voces que
emergen desde ese paraíso perdido. Y Quirón es la utopía inevitable: el
conocimiento, la sabiduría. Los pájaros, la siesta bajo el árbol en verano, el
gorjeo de la naturaleza, todo es un beatus illae mental, un luisismo
implícito (que se trasluce, p.e., en “Mi nostalgia”. De “Elegía a una casa de
campo” dice que es “mi voz” (OPC, I, 11); del poema “A un monasterio
griego” que es “mi retrato más
feliz” (OPC, II, 13). Dos lugares señoriales, dos paraísos perdidos, dos
cunas: del autor y de nuestra (su) cultura. Escribe en el segundo:
Volver
quiero al lugar donde es posible
mecerse
en el ascético deleite
de
la hermosura; allí quiero entornarte
mundo
de mi pasión, como una siesta
que
he de dormir en pleno mediodía.
La
siesta, tantas veces presente en su poesía, es sentida como un sueño, un
dormitar relajante; el sueño como un olvido o paréntesis de esta vida. (“Olvido
manso”, dijo Quevedo del sueño; pero también: “a más honroso/ sueño entregó los
ojos, no la mente”).
Del lujo así considerado surgen los aciertos, los errores : el ansia de crear y
la -en mi opinión-contumaz estética. La creación es un lujo paradójico : el ocio
del esfuerzo. La lectura, la meditación, la contemplación desembocan en la
escritura, que es refugio, trinchera y panacea -también exorcismo, porque evoca
la pureza de lo que aconteció- frente a la “tregua
pavorosa” de la existencia: “Sólo el hombre sentado ante su mesa/ con
sus libros abiertos y el lucero/ brillándole a través de su ventana/ parece
dominar con su sonrisa/ la tregua pavorosa” (Omnímodo).
Como digo, estar ocioso es estar libre de sufrimiento o tedio (Meléndez
Valdés: “Doquiera vuelvo los nublados ojos,/ nada miro, nada hallo que me
cause/ sino agudo dolor o tedio amargo”; Bécquer:
“Hoy como ayer, mañana como hoy...") para poder mirar: y entonces
“contemplar” equilibra la vocación vitalista: el pájaro que canta, el arriero
nostalgiador, el “pétalo encendido” sobre el libro ... significan vidas
vívidas con las que olvidar o iluminar la propia vida gris desencantada. El
luisismo horaciano y el pindárico himno son lógicos entonces. Y se entiende que
el oxímoron o la paradoja sean frecuentes: “Brota
de la fuente/ de los placeres ... un algo amargo” (La ilustre pobreza), “estar
enfermo es dulce” (Nocturno nº 1), “lamento gozoso” (Y sin embargo), “una maravillosa pena oscura”
(A un carretero que cantaba),“vivir es más dulce que las mieles más amargas” (El paso permanente), “sentirnos
cuerpo,/ leve y larga caricia dolorosa” (Sensación de siesta), “y de ese
gozo/ sube a mi faz con débiles destellos/ una espléndida sombra de tristeza” (Canto a la felicidad). Y se acepta el
homenaje admirativo por quienes lucharon contra el destino adverso, la náusea
sartriana o la abulia existencial, aquellos que encontraron placer entre el
dolor mediante la escritura o el arte: Proust,
Cervantes, Unamuno, Chopin, Mozart ... Muchos poemas se apoyan en la
evocación de sujetos heridos (condecorados) de melancolismo: “Una sonrisa/ pon en tu labio
triste y oye el golpe/ de su júbilo herirnos las entrañas/ ¿Se puede ser más
dulce que esa muerte?” (El
corazón de Chopin): con lo
cual el sentimiento evocado se trasiega a la evocación que es el poema (y aquí
una causa del culturalismo; otra : la apoyatura referencial en la literatura
ajena como embarazo y parto del texto propio). Porque existe la “melancolía estimulante, ornato de
su especie” (Lo que cambia).
Los poemas de JGA no suelen exponer emociones directamente, sino a través de
una anécdota: es un narrador sin historia que contar o un poeta cuyos
sentimientos quieren mostrar la historia de la que nacen. Ese contar sin
cuento, ese deambular desde la introspección, es lo que facilita al lector de
la alta poesía la lectura, porque encuentra un apoyo concreto en la abstracción
que es todo lirismo. La música de la lírica nace de la melodía interior, de la
idea fluyente que no emerge como filosofía, sino como vibrante chispa. Porque
la poesía es la conclusión de una filosofía liberada del silogismo. No
obstante, la poesía gilalbértica se detiene demasiado a menudo en retóricas
plúmbeas, organiza meandros expresivos, se vetusta en un léxico anodino, se
quebranta en hipérbatos tortuosos, en melismas afónicos, en enclitismos
viejos.
Conceptualmente, es una poesía de la confidencia, de la experiencia íntima, que
es tanto como decir lectora -pero lectólatra-, porque ésta determina la
rememoración y expresión de aquélla. El poeta cerca con su verbo un episodio de
su mente y lo expone ante sí y, por ello, al lector. En este sentido es una
poesía -de intención- moderna porque conecta con la de siempre.
Estilísticamente, es la experiencia libresca en su acepción verbal -la versolatría,
la rapsodofagia- la que acosa la pluma y le dicta un lenguaje demasiado cercano
a otros instantes literarios del pasado como para no parecer decadentista. La
dicción parece surgida de otro tiempo, un frankenstein hecho con retazos
modernistas, románticos, neoclásicos. Decadentismo que a veces se asume o se
identifica involuntariamente con la vetustez. Tiene Gil-Albert el ojo
prustiano, la boca neoclásica.
Aunque hay muchos ejes conceptuales (amor, nostalgia, exilio, belleza, ensimismamiento...) el tema principal de su poesía es la mirada sobre sí mismo y su escritura, de uno a través de la otra y al revés; es decir: su vida es una poética de la pasividad y la observación, y su poética literaria es una vida con la que pretende justificar, suplantar o sustituir la primera. Otea, observa el escaso movimiento de su vida y el anclaje de su pluma, y contempla, se autocontempla: de ahí el contemplativismo (muchas veces un musarañasismo) como inductor o primer motor inmóvil, tan cercano y lejano al de Unamuno, porque no es crítico, rebelde, revelador, creador, sino conformista. Ha vivido el tiempo suficiente para revivirse y escribirse como poética “a posteriori”, aunque la fuese derramando “in medias res”, nunca “a priori”.
El paso de JGA, como tantos otros, de la lectura a la escritura la expone bien Cadalso (quien, humildemente, llamó a sus “obrecillas” “Ocios”):
Por remedio a mi tristeza
de Ovidio y Garcilaso la terneza
leí mil veces...
Huyendo de los hombres y su trato
cuántas horas pasé con los sentidos
en tan sabrosos metros embebidos.
Mi tristeza en consuelo convertía
y mis males yo mismo celebraba
por la delicia que en su cura hallaba...
Así los tristes versos que leía
templaban mi fatal melancolía.
¿Por qué lo que otro dice nos consuela?, escribe en “El cajista de imprenta”. Porque la escritura
puede ser -es- una solidaridad íntima. Y, tal vez, en ello encuentra una
justificación para su ociosa escritura: “Un ser puede/ con sólo abrir sus
labios encantados,/ hacer brotar de sí la dicha ajena” (Canto a la felicidad). No obstante
JGA, puesto a decir, olvida que (Cándido María Trigueros:) “todo lo que es exceso es
pernicioso”.
Fuente: A. Gracia. ÍNSULA. Número 595-596.