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martes, 7 de octubre de 2025

El cósmico priapismo

Holst: La vejez



Alocución innúmera

Se llamaba a sí mismo El caballero de la breve estatura, y en verdad solo rozaba por encima los 165, aunque los años algunas micras le habían acortado. Tal circunstancia fue, en su adolescencia y pubertad, causa de no pocos complejos y de algunos mamporros, que diera y recibiera; eso fue antes de que sus ojos se convirtieran en el más feroz Atila y su lengua en el látigo más cruento. Eso decían. Por donde pasaba no volvía a crecer la hierba; no se consolaba pensando que era emblema de "lo breve, si bueno, dos veces..."; tampoco con la consideración de que la estatura de un sapiens no es aquella que alcanza su cabeza sino su mente. Y menos aún aduciendo que las virtudes que otorga la naturaleza no son méritos, sino azares. Así que si la inteligencia fuese uno de sus atributos, lo era por azar. Haciendo recuento, en sus últimos años, de victorias y derrotas, no veía ninguna de aquellas, a pesar de las 8 decenas de muliéribus que habíansele rendido -menuda hipérbole-, porque en tal terreno su mayor derrota era la imposibilidad de enamoramiento que le había caracterizado. Su anhedonía contrastaba con la facilidad de embeleso de la gente honestamente común, mayormente en la raza femenina, si más inteligente menos armada. Así que ya que otros tenían amigos o amiguetes él tuvo libros y escritos, raciocinios y sentencias, venenos y tríacas o piropos. Cuando le invadía el "instante privilegiado" se encerraba a oscuras y en celada y anotaba lo que los dioses y luzbeles le dictaban. Convirtióse en decidor de historietas y poemas en los que no creía pero en los que descubría su verdadera identidad de buscador que odia encontrar porque el hallazgo edénico siempre es una decepción y mata la esperanza de encontrar otro mayor. Además: en el tal aspecto erótico, poco antes de llegar a los dos sietes constató que la genitalidad también es un bien caduco. En este punto escribió unas palabras que lo dignificaron, aunque su contenido era irrebatible: 

El amante vencido 
(El amor en los tiempos del frío, II)

Amor mío, amor mío: 
han pasado los años y te amo 
con la misma lujuria que hace 30. 
Mis besos aún mantienen su esplendor; 
pero mi carne ya no me obedece 
y no logra saciar nuestro arrebato.
Tú sabes que te amo, y sé que me amas; 
pero la ley de la existencia ordena 
que el Cuerpo sea más frágil que el Espíritu; 
tal vez debiera comprender que el tiempo 
es el que manda sobre la existencia;
aunque temo que aquel amor furioso 
solo fuera expresión apasionada 
del ansia de vivir y este de ahora, 
tan silencioso y breve, sea la muerte 
la que me lo concede como una 
despedida o un acostumbramiento 
a los sepulcros de la eternidad. 
Perdóname si no puedo elevarte 
con mi fuego a la hoguera del placer.
Te quiero; pero el Dios está celoso
y castra mi pasión para que no haya
quien compita con él, pues te desea.
Envidio su potencia inextinguible
y maldigo su eterno priapismo.



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