Un hombre alto y azul avanza hacia el atril. Esgrime unos papeles y comienza a regir sus palabras desde ellos. En el templo sagrado hay unos centenares de personas confiadas en que se les entregarán los suficientes panes y peces engullibles. Cuando el rostro jovial acaba su sermón de la montaña, la tribuna es ocupada por otro vendedor de promesas, de empaque más totémico; y luego sube otro, de efigie belicosa, que, al parecer, ha forzado su chaqueta según la ley de la fuerza para que embutiese su fornido pecho.
El hombre alto y azul -llamémoslo Octesícoro- ha ido enumerando hazañas de su reciente travesía social, así como proyectos que solicita llevar a término a fin de realizar siquiera un fragmento de utopía. El segundo hombre -llamémoslo Kontumaz- se niega a concederle tal confianza y, menos aún, a admitirle su derecho a la palinodia, cosa, en opinión del cronista de esta crónica, harto beneficiosa cuando se trata de rectificar un error. Finalmente el forzudo -llamémosle Distópico- ha recetado, no demasiado cortésmente, un ejército de goliats beligerantes y luego se ha marchado al campo de batalla a dar ejemplo.
Este cronista, que, tal vez erróneamente, no ha participado nunca en los enredos del mundo, y prefiere seguir en lo posible así, sin dar un veredicto que no le corresponde, recuerda finalmente al hombre sabio: "si quieres ser un hombre honesto, no entres en política" .
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