Cuántas obras forjadas para explicar el mundo. Lovecraft escribió más de cien mil cartas; necesitó el de Aquino dos millones de palabras para sus teologías; y Telemann compuso dos mil horas de música. Doscientos mil versos suma el Majabarata. La Biblia es el Quijote más leído. Escribió Valèry 30.000 páginas... Shakespeare necesitó unos 15.000 vocablos diferentes para esculpir sus personajes, y 13.000 Cervantes. Ello a pesar de que la inefabilidad advierte que es inútil todo intento dictivo y expresivo. Por eso otros autores legan tan solo un mínimo catálogo; muy por ejemplo: Webern creó apenas 200 minutejos musicálidos, Rimbaud tan solo un centenar de escritos... (*) Y es que, en verdad, Oh Artífice Supremo, ¡Para qué empecinarse en descifrar la vida, el universo, si cualquier silogismo en apariencia irrefutable será pronto refutado por otro superior y nos engañará nuestro afán de verdades! ¿No es toda certeza un espejismo con el que reavivamos la esperanza? ¿Y no es toda verdad una mentira indesenmascarada todavía? ¿Tiene entonces sentido buscarle algún sentido al sinsentido de nacer con instintos inmortales y conciencia de que hemos de morir? ¡Víveme, Lesbia mía, que yo te viviré!
(*) Probablemente, todos los autores defenderían su obra con su vida, preferirán morir a no crear breves mundos perfectos: ahí están Virgilio y Kafka como paradojas y extraños argumentos.