Algunos trazan estrategias artísticas para burlar la mortalidad y crean efigies de sí mismos que pretenden ser inmortales: los pintores, músicos, poetas, los gladiadores de palabras, pentagramas, dibujos...
Aquel que se derrama en la palabra, por ejemplo, sueña con verse manuscrito gutenberguianamente en libro para decir: este soy yo, a pesar de vosotros y de mí; nadie me matará, viviré siempre.
Huele a imprenta su carne, sueña ya que es un libro...
Pero ya ha muerto Gutenberg para gloria, o desgloria, de la página internética.
El hombre y la mujer que hoy aparecen editados son otros hombres y otras mujeres, distintos todos: porque no ha muerto el mundo, pero sí nuestro mundo. Ya no corre la misma sangre, ni funcionan igual nuestras neuronas: dan vida a otros humanos que construyen con criterios distintos.
Hemos muerto hace tiempo y no lo recordamos. El virus es la primera errata de ese nuevo mundo.
He aquí un fragmento de Informe pericial:
VII
Eran siglos oscuros. Tenebrarios,
lamparillas y aceites alumbraban
los garabatos mágicos, pulidos
por manos despaciosas que tallaban
diamantes de papel, códices de oro,
talismanes para la eternidad
como un legado hacia un renacimiento.
Tal fervor amanuense forjó imprentas
y aquel tesoro enriqueció a millares
al mostrarles los mundos de este mundo.
Fue como si un gran sol amaneciese
y descubriese luz en las tinieblas.
Pasó un tiempo. En el año Mil quinientos
cuarenta y tres un hombre agonizaba
y en su lecho de muerte recibió
un título temido y exultante:
“De los cuerpos celestes y sus círculos”.
Solo mil ejemplares se imprimieron,
y tardaron dos siglos en venderse.
Pero algunos abrieron otros ojos
que hubiesen retrasado el porvenir
de haber tenido que esperar un códice.
Tan solo el libro es subversión pacífica
y muestra que en un hombre hay muchos hombres.
[Gutenberg, Copérnico]
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