Ladrar o no ladrar
Se lamentaba Isabel la Católica, aleccionada seguramente por Beatriz Galindo, del mal hablar común de sus súbditos: la imprecisión de sus léxicos, la inoportunidad de los hablantes, la intervención cortante de su participación, el regirse por la vulgaridad significativa y expresiva, todos aquellos signos que los alejarían desde "el dulce lamentar de dos pastores" hasta el "limpia, fija y da esplendor" y los consejos de Don Quijote a Sancho. (Claro que hoy la Academia de la Lengua es el Congreso).
Lo cierto es que hemos seguido empeorando en la conversación: hablamos mal porque pensamos mal; la prisa -ya que el tiempo es oro- nos lleva a interrumpir continuamente: porque si no se nos "olvida" lo que queremos decir, sin darnos cuenta -o sí- de que así impedimos que el que está hablando termine lo que verdaderamente quiere decir con todos sus matices ...
El caso es que hemos creado un mundo de libertinajes convertido en furiosa rapidez, en la ansiedad que ha colocado el desasosiego general en nuestras vidas: y ya parece inevitable ese desasosiego, evitable, no obstante, con tanta sencillez como la de decirnos: puesto que hablo para hacerme entender y escucho para entender a aquellos con quienes converso, voy a intervenir cuando me corresponda: porque, si no, le quito el instante que le corresponde al otro. Y me expresaré con las palabras adecuadas, con las frases adecuadas, con el matiz adecuado y sin ningún etcétera inadecuado...
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