Pocas dedicaciones profesionales hay más nobles y exigentes de responsabilidad que la de los educadores. También es de las más gratificantes: porque lo que ama el profesor es trasmitir conocimientos, ver cómo la inteligencia y la sensibilidad vencen en el pulso contra la ignorancia, sentir que día a día, mes tras mes, unos cerebros jóvenes se van iluminando hasta conquistar un pequeño o gran saber, una experiencia intelectual, en buena parte nacida de la suya. Personalmente, solo en esos casos me he sentido digno de mi sueldo.
Pero el actual sistema educativo impide enseñar. Durante las última décadas, el ministerio de educación ha conseguido dos cosas: militarizar al profesorado y convertir los centros de enseñanza en fábricas donde se atrofien las capacidades intelectuales del alumno.
Los últimos ministros han ido sustituyendo el hermoso lema “una enseñanza para todos” por el de “un aparcamiento para los desempleados jóvenes”, convirtiendo al profesor en guardián de aulas superpobladas y a los alumnos (subrayo las honrosas excepciones) en rehenes solo liberables mediante el regalo de un diploma en el que consta que ha sido aparcado hasta la edad reglamentaria, antes de ser lanzado al mercado (explotación) social.