Todas las ciudades costeras del mundo serán submarinas cuando el cambio
climático consuma su catástrofe y se derritan los hielos del planeta; entonces
el nivel del agua de la Tierra habrá ascendido unos sesenta metros. Las
ciudades serán ruinosos habitáculos de cadáveres humanos. Solo existirán
plagas, peces, hecatombes y légamos.
Hemos intoxicado nuestra
vida social con la agresividad, y nuestro entorno natural con la contaminación
surgida del progreso incontrolado. Sin embargo, ¿por qué ser nuestros propios
depredadores solo porque la prisa nos injerta la crispación y porque el consumismo
nos acomoda para la despreocupación medioambiental? ¿Existe mayor insensatez
que convertir la propia casa en un vertedero irrespirable? ¿No es la enfermedad
de la Tierra la que le inoculamos con nuestros despropósitos?
Necesitamos un ministerio
de ecología -todos los países lo necesitan- que nos enseñe que de poco sirve
solidarizarse con el presente si la solidaridad no incluye el porvenir.
Equiligual: se
necesita asimismo un ministerio de solidaridad que -además de recordarnos que
los pobres, propios o ajenos, mueren de hambres y hambrunas- nos conciencie del
futuro y nos sancione en el presente si lo convertimos en un residuo
inhabitable para quienes vengan.