Borodin: Cuarteto nº 2
La Naturaleza ha dotado a las criaturas
de un mecanismo de defensa que se dispara ante cualquier peligro: suena la
alarma de la supervivencia y la reacción inmediata es la de pánico para que
este nos empuje a evitar la causa. El ciervo huye ante la visión del tigre; la
mano se aparta de aquello que la hiere; el niño de pocos meses grita cuando tiene
hambre. Pero llega el alimento, se aparta el fuego, se aleja el tigre; y todo
recobra su equilibrio.
Ahora bien: ¿Qué ocurre cuando aparecen
una y otra vez, día tras día, el tigre, el hambre o el fuego? Sucede que el
malestar continuado ocasiona un disturbio emocional y se genera ansiedad,
angustia, melancolía; de tal manera que, en medio de tanto desasosiego, ya no
reconocemos la causa del dolor y, por lo tanto, no podemos apartarnos de ella,
con lo que sentimos un pavor abstracto, enmascarado e innombrable que nos
sensibiliza solo para sufrir: y cualquier indicio de peligro nos provoca
reacciones desproporcionadas, terrores de todos los tamaños que terminan
convirtiéndose en el peor: miedo a sentir, miedo a vivir. De modo que, en ocasiones, lo
que en principio fue una alerta contra el dolor acaba siendo una tortura y un
deseo de repudiar la vida.
Imaginemos el horror de Van Gogh o de
Schumann al saberse cada día más prisioneros del miedo a perder su identidad,
más faltos de voluntad para ordenar sus vidas. El “Concierto para violín” de
este y los “Cuervos sobre un trigal” de aquel testifican el combate entre sus
luces y sus sombras. Toda la obra de Poe es hija de sus crisis. Son casos
extremos, en los que los seísmos emocionales bloquean y abren precipicios
mentales; pero pocos hombres y mujeres se han visto libres de similares accesos
-aunque, por fortuna, más llevaderos- en determinadas circunstancias.
Daguerrotipo: Schumann
Autorretrato y daguerrotipo: Van Gogh
Daguerrotipo: Poe
Conozco a muchas personas abandonadas
por sus parejas que se horrorizan ante la visión de las mismas en la calle o en
el supermercado, y que cada vez que alguien se interesa sentimentalmente por
ellas huyen despavoridas porque renuevan el dolor del abandono en vez de
vislumbrar la probable renovación de su vida amorosa, hasta que se sumergen en
una soledad amarga y sin retorno. Conozco a muchos profesionales de la
enseñanza que, tras años de esforzada profesión, tiemblan nada más cruzar el
umbral del aula porque se saben incapaces de dominar la algarabía que les
espera -dícese que el mayor número de depresiones se da entre el profesorado-. Conozco
a muchos niños que entran en la adolescencia con el estigma del desafecto y que
cultivan, a su pesar, una tristeza que marcará sus vidas para siempre. Todos
ellos -el abandonado, el profesor, el atrapado por la melancolía, y tantos
otros- sufren accesos de terror imprevisibles, terremotos síquicos que
descontrolan sus ánimos y descomponen su personalidad.
Cuando yo era niño me perseguía el
miedo; después, durante muchos años, me alcanzó muchas veces. En verdad,
todavía no me he librado de él. Al principio sufría inocentemente; luego he
padecido muchos miedos irracionales a pesar de combatirlos con razones. ¿Qué
hacer en casos semejantes, cuando los fantasmas de la mente nos acosan? Tal vez
no podamos evitar el estremecimiento de la alarma, el pavor ante el peligro,
por ser algo instintivo. Pero sí podemos suavizar su manifestación, mitigar el
sufrimiento: en vez de huir inútilmente -hablo de lo que conozco; corríjame el
especialista-, ¿no es mejor dejar que el miedo nos recorra, desarmar su
agresividad, soportar su calambre sin oponer resistencia, hasta que se agote en
sí mismo y se consuma como un verdugo que carece de víctima? Cuando veamos que
solo es lluvia lo que creíamos tormenta empezaremos a no temerla y a no sufrirla. No obstaculicemos las reacciones naturales
incontrolables. Quien teme no atiende a las causas de su temor: escucha el
galope de su corazón: y hará bien en dejarlo trotar hasta que se sosiegue. El
ciervo al que me refería antes quema su pánico mientras corre, y sus toxinas
dolorosas desaparecen espontáneamente, como llegaron, porque no tiene
conciencia reflexiva y no convierte en huracán el viento. El ser humano, sin
embargo, soberbio dominador de tempestades, quiere vencer la invencibilidad de
la Naturaleza y se dice que debe enfrentarse al monstruo interior, en lugar de
permitir que pase como un flujo extinguible, aunque obstinado: y, olvidando la
prudencia, termina vencido porque la temeridad solo es la forma más valiente de
esconder la cobardía.
Quien teme tener miedo y se empeña en
prevenirlo sin fuerzas está profetizando y anticipando el cumplimiento de su
temor: siempre estará retándose y sucumbiendo ante su reto.
Munch: Paisaje