BREVE ENSAYO DE INTERPRETACIÓN. LA DÉCADA CUARENTA.
(UNA MIRADA A ALICANTE)
Revoltijo de premisas. Palimpsestismo. Digresión imprescindible.
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La poesía en Alicante - LA DÉCADA CUARENTA - UNO
En síntesis podría decirse que 1.- el primer motor animal de la supervivencia es la sexualidad; 2.- que el desarrollo de la inteligencia y la sensibilidad —la hominización— da paso a un erotismo no solo sexual sino sublimatorio; 3.- que algunos —“los poetas”— se rigen casi exclusivamente por esa parte del todo —la lascivia o salacidad— que han llamado amor; 4.- que algunos de esos “algunos” concluyen que al perder el amor pierden la vida y consideran la muerte como la única forma de existencia en la que recuperarlo y compartirlo; 5.- que para quien así ha concluido el resto del mundo no existe o se subordina inexorablemente a esa conclusión.
Quiero decir: que una de las primeras energías abstractas que se despiertan en el hombre es la del amor —la libido como inductora de la supervivencia sentimentalizada—. (No pretendo resposabilizar a Guido Guinizelli de esta divagación, pero la apoyo con estos versos suyos: “En corazón gentil siempre el Amor / se acoge cual el ave a la espesura; /y no hizo al corazón antes que a Amor /ni antes que al corazón Amor, Natura”). La sensibilidad y la memoria hacen crecer ese sentimiento y el amante se forja una imagen de la amada hasta el extremo de que esa imagen cerebralizada impide ver a la propia amada. Es el peligro de la inteligencia: toda intelectualización se independiza del objeto intelectualizado y lo suplanta, extiende la creación, ensancha el universo: la imagen oculta el objeto y se constituye en otro objeto nuevo. (De ahí el desengaño —de cualquier especie— cuando se superponen y contrastan la realidad y su mentalización).
El amor, que “mueve el mundo” (Dante: “l ’Amor che move il sol e l ’altre stelle”), se transfigura en otros ideales: su divinización diviniza a la mujer y ecuaciona a ambos con Dios: “Hoy la he visto... hoy creo en Dios”, “como se adora a Dios ante su altar / como yo te he querido... ”, se dogmatiza en la concepción becqueriana. El poeta es un hipocondriaco del amor y su mal de amores le empuja a un malestar existencial en el que el tedio puede sustituirse por cualquier ilusión ilusa, algo con lo que llenar el vacío vital: religiosismo, patrioterismo... Todas las dictaduras aprovechan ese permuta- cionismo. Yo creo que esa “filosofía” de la vida (que no es terruñera y efímera, sino, trágicamente, universal y secular) se explica yendo sencillamente a las fuentes literarias: de los Siglos de Oro —hijos de Grecia y Roma— y de aquellos que del Siglo de Oro se habían alimentado, se nutre el siglo XX (sobre todo, y en este caso, Hernández). ¿Cómo no ir a buscar el fundamento al Siglo de Oro?
Ya Boscán había sufrido gozosamente los rigores ahumados y cepedianos de ese “creer que un cielo en un infierno cabe” que, siendo “un cobarde con nombre de valiente ”, nos envenena y anquilosa por ser “el áspid que hoy entre los lirios mora” que mantiene adobada y arenquianamente la castidad “para que no se vicie y se desmande ”. Todo parece el resultado de la tergiversación y profanación del alcahueto y melibeico “fuego escondido”, “sabroso veneno” y “blanda muerte” que se oblitera en la paranoia léxica y la esquizofrenia semántica “que muero porque no muero”. Boscán —siempre menoscabado por la equiparación con su joven cómplice, y a quien los tahoneros probablemente leyeron, sobre todo Hernández, tanto como a Garcilaso—, como digo, escribe dentro de la anfibiedad dilógica del oxímoron: Qué haré que, por quereros, / mis extremos son tan claros, /que ni soy para miraros /ni puedo dejar de veros?”; y también: “Que sufra”, dice la fe. / “Que no sufra", dice el miedo; y además: “Es tal y tan verdadera / mi pena por conoceros, / que, si tanto no os quisiera, /yo quisiera no quereros”; y —para no abrumar al lector—, verbaliza en el poema “A la tristeza”: “Tristeza, pues yo soy tuyo, / tú no dejes de ser mía; /mira bien que me destruyo / sólo en ver que la alegría / presume de hacerme suyo. (...) Soy tu tierra natural. (...) ¿Quién jamás estuvo así / que, de ver que en ti me hallo, / me hallo que estoy sin ti? ”. El amor —por desamor - provoca la nadificación del amador: “yo soy el que por amaros / estoy desque os conocí /sin Dios y sin vos y mí”, dice Manrique. Y Figueroa amplía angustiadamente esa aniquilación; “Perdido ando, señora, entre la gente /sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida ”. De modo que el poeta enamorado se sume en un tumultuoso torbellino de macilentos pesares que atenazan su existencia. Petrarca se cabizbaja orante ante su pensamiento torturante: “Date mi pace, o ditri mieipensieri” —CCLXXIV—. Lope concluye: “Tristezas, si al hacerme compañía/ es fuerz.a de mi estrella y su aspereza, / vendréis a ser en mí naturaleza”. Y Quevedo aturde su existencia; “La confusión inunda el alma mía: / mi corazón es reino del espanto ”. Se llega así, por el camino de la lúcida insensatez, a la conclusión de que el más grande amor es el de quien más lo sufre, como se masoquistean Herrera (“Yo no siento, /ni pienso sino en verme más penado... /Más ama quien más sufre y más padece”), Góngora (“Temo —que quien bien ama temer debe”—) y Alberto Lista: “Mil corazones vuelan, / Fili, a tus plantas; / mas, ¡ay!, que como el mío / ninguno ama. / Porque si ellos /te van diciendo amores, /yo los padezco”. El amante es, por tanto, un vicio circular y solipsista: Garcilaso; “¡Que con llorarla crezca cada día / la causa y la razón por que lloraba! ”. Y esa visión del amador como sufridor es la que permite a Hernández esbozar su hipérbole: “Con el dolor de mil enamorados”.
Vuelvo a Manrique: “Ved qué congoja la mía (...) que la muerte anda revuelta / con mi vida ”. De ahí a Juan de Iranzo solo hay un paso: “Dolor es vida en mí, sin él yo muero”. Y la copla “Ven, muerte, tan escondida...”. O en el Cancionero de Velázquez de Avila”; “El placer de tal muerte me da vida/... porque Amor... quiso que hubiese / en la muerte que dais vida escondida”. Es decir: que la respuesta o actitud de la amada —como la del Padre, humano o divino— es determinante para la concepción positiva o negativa de la existencia: significa la aceptación o negación del sujeto por el mundo. El desdén, el desengaño, la ausencia o la muerte injertan un cementerio en el cerebro y desde él se otea todo lo demás (Hernández: “y hasta el amor me sabe a cementerio”). Esa es la causa de que Cadalso escriba: “En vano anuncias, verde primavera, / tu vuelta de los hombres deseada, /(...) muerta Filis, el orbe nada espera / sino niebla espantosa... ”. Y esa es la razón por la que Bécquer contempla el cadáver de una mujer hermosa y reflexiona: “Aquel lecho de piedra que ofrecía /próximo al muro otro lugar vacío, / en el alma avivaron / el ansia de la vida de la muerte (...) ¡Oh qué amor tan callado el de la muerte ”. Y el siempre enneblecido y enneblinado, en cuanto a Dios, Antonio Machado se aferra desesperadamente a ese reencuentro postrimero: “Vive, esperanza, quién sabe / lo que se traga la tierra”.
(Ocurre, además, que el poeta precisa la escritura porque solo en ella considera cumplido su existir: es, al fin, el aliento de Lope: “¿Que no viva, decís, o que no escriba?”. Por consiguiente, para llenar ese hueco sicológico, cualquier otra energía con nombre de ideal es suficiente: los ya repetidos Dios, Patria... Y es que cada uno cifra su “felicidad” —la consecución de su mismidad o alienidad— en lo que nos han dado como propio, legado como “nuestro” y hemos alimentado como tal: amar o ser amado, mandar u obedecer, creer o ser creído: crear o ser creado).
Es la teatralización intelectualizada de un juego que adquiere la dimensión de una realidad que usurpa la identidad del jugador. Jorge Manrique no olvida que el juego del amor es un fingimiento, un “amor fingido”; y Alfonso de Baena así lo siguió entendiendo en el prólogo a su “Cancionero”: el poeta ha de ser “amador, y que siempre se precie y se finja de ser enamorado”; Don Quijote, para ser un caballero como Dios demanda, debe enamorarse. Al fin, todos obramos como Boscán, haciendo un mundo a nuestra imagen y conveniencia: “Es justo en la mentira ser dichoso /quien siempre en la verdad fue desdichado”. Si bien, Ruiz de Alarcón anotó que “En boca del mentiroso / es la verdad sospechosa”.
¿En qué consiste el lúdico fingimiento, el juego?; he aquí una probable operación mental: si la vida resulta incapaz de llenarse y saciarse a sí misma, hay que llenar ese vacío; si el hueco se llena con amor (en cualquiera de sus diversificaciones); si el amor produce una “muerte que es otra forma de la vida, vida que es otra forma de la muerte”; si solamente la amada inaccesible —el dolor que produce el desamor— es capaz de engendrar penas —muertes que son vidas— de amor: entonces hay que sufrir para merecer; entonces vivir solo es un padecimiento redentor de la Vida (amorosa, divinosa, honorosa...); entonces hay que morir (de Amor, de Dios, de Patria) para Vivir. La muerte es la estrategia hacia la vida: el hoy es la escaramuza hacia lo eterno, y el dolor la única antorcha que ilumina. ¿No será que el poeta, sabedor de que todo es morible, escoge una amada inaccesible y por ello interminable? Es la única forma de burlar el Desengaño. El contenido fúnebre de la escritura es lógico (Lope:) “porque amar y hacer versos todo es uno. Es incluso necesario: Quevedo: “Y tengo mi dolor por estudiante. Vida, Amor y Muerte —así: mayusculadas— tienen en común la tragicidad de un silogismo: la vida y el amor son las premisas de la muerte como conclusión. Hernández no tiene más que anotarlo: Llegó con tres heridas...
Lo inquietante del “juego” es que traslada el conformismo doliente del amante a la ausencia de inconformismo en el “zoon politicón”. El sufrimiento amoroso pierde su adjetivo y se convierte —cualesquiera que sean sus nuevos adjetivos: religioso, social...— en motor del comportamiento vital y de la creación: su poetización y poematización. La impostura ocurre cuando se cordializan como principio vital ideas silogísticamente tuertas y las circunstancias suplantan el yo orteguiano: así, en el “Manifiesto” de Intimidad Poética se dice:
“Deseamos... hacer del Hombre una Persona gracias a un arte que, surgiendo del Dolor, llegue a amanecer de una vida sencilla y buena ”.
Igual sentir se deriva, en otros ámbitos y otras ideologías, de las palabras de Leopoldo de Luis, tan relacionado, por hernandiano, con lo alicantino: “El dolor, la amargura, la contrariedad, mueven al hombre con mayor vocación, con más acendrada fe, hacia los refugios del arte que los gratos sucesos” (F. Rubio).
Pero una cosa es considerar que el artista creador sufre al defender su individualidad-identidad-esencialidad en su marginación por la colectivización-desidentificación-alienación (y de ahí concluir que a la creación profunda se llega “mejor” en un estado de introspección abisal y ostracista) y otra muy distinta creer que reprimir —no controlar— esta vida garantiza la consecución de “La Otra” —la “eternal” o la de la “fama”—: que el dolor de ese cautiverio o castración es la luz con que la sensibilidad vislumbra la libertad y/o la creación artística. Una cosa es considerar que el artista debe apartarse de la enajenación social para crear y aceptar el sufrimiento que conlleva tal apartamiento, y otra cosa hacer la mueca del sufrimiento y concluir que, por ello, se está creando o ganando la eternidad. De todo lo cual se deduce una inextricable confusión entre ética y estética, suplantándose a menudo mutuamente a lo largo de la historia y generando el moralismo sin vergüenza lírica y la belleza perfectamente inútil.
Los sahumerios e inciensos olezanos fueron continuos en este devenir del misticismo laico. Maestros o ejemplares como Juan Sansano habían escrito que el verso “es Dios el que lo saca de ignotos manantiales”; y también que:
Es continuo el padecer en este amargo existir (Cantos de voluntad)
De donde se deduce que la existencia es una catástrofe y Dios un poetastro catastrofista autor del ripio de la vida. Tal necrofilia o escrofulia la refleja Gabriel Miró en su obra; pero algunos de sus lectores más estrábicos se empeñaron en exaltar lo que él denigraba. Ramón Sijé le exulta (El Clamor de la Verdad, 2-X-1932); “Las viejas palabras beatas son en mí dulces palabras estéticas Es la recreación en la contemplación de los cruentos cristos medievales, todavía presente en la imagen tersificada del “Cristo yacente” de Fenoll: el dolor como regurgitado!' de una fuerza sansónica para vencer la vida (suprimo el ripio computacional de la mano):
Ahora bien, el amor no es solo un sentimiento sino una exteriorización mutua y física de quienes lo sienten (por eso el amor “divino” o el celibato, al carecer de depositario de esa energía o hacer del sujeto también el objeto —ubicar el objeto en el propio sujeto— induce a la estrafalariedad erótica y a las fantasías sexuales: las llamadas “aberraciones” o el coito transfigurado de Teresa sin ni siquiera Jesús. Ninguna aberración sexual como la castidad).
Algunas Instituciones “del alma” no toleran la coexistencia en la humanidad de la animalidad. De la importancia del sexo da idea el hecho de que al menos dos mandamientos lo tengan como fundamento: un 20 por ciento de la vida según la infilosofía teológica. No obstante, la sexualidad siempre ha sido el demonio de la Iglesia, que no ha encontrado una Alibech lo suficientemente frígida para convertirla en el infiemo purgatorizador de la concupiscencia. Así que ha tenido que ir castrando poco a poco la mente para amputar, con lentitud, el cuerpo: porque la fisicidad real es la mental: la siquicidad. De modo que, llenando el espíritu de antimateria, lo material y corpóreo se constituyen en un enemigo o veneno que hay que rechazar o vencer con una triaca o antídoto porque atenta contra la identidad “religiosa” —que ya ha suplantado nuestra entidad biológica—. En fin: que la Iglesia parece haberse empeñado en hacer del amor un verdugo y de la vida una mancuerna. (En todo caso, como el fin —si es divino— justifica los medios —aunque sean humanos— es posible coitar por vía unitiva —no copulativa— para procrearse, no para recrearse). No obstante, el enamoradamente casto madrigalero Gutierre de Cetina reconoce que en el origen síquico hay una motivación fisiológica: “Amor no es otra cosa que un deseo /de darle a nuestras colas su receta”, significando “colas” y “recetas” los genitales masculino y femenino. La “Desesperación” atribuida a Espronceda siempre ha sido como una injuria amorosa porque se queda y sacia en la carnalidad: “Me gustan las queridas / tendidas en los lechos, sin chales en los pechos / y flojo el cinturón, / mostrando sus encantos, / sin orden el cabello, / al aire el muslo bello... / ¡qué gozo, qué ilusión!”. Y otro desesperado, M. Machado, solo se decide a sugerir que “Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna... / De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer”. Pedro Salinas también eufemiza sobre lo mismo: “Horizontal, sí, te quiero/ (...) Ríndete / a la gran verdad final, / a lo que has de ser conmigo, / tendida ya, paralela / en la muerte o en el beso ”. Al propio Juan Ramón Jiménez le resulta incómodo dar nombre —“el nombre conseguido de los nombres”— a la herejía del amor que “es” la pasión sexual, dicha lujuria: “Tú dormías, desnuda...; / tus piernas se enlazaban en cándido reposo, / y tu mano de seda, celeste, ciega, muda, / tapaba, sin tocarlo, tu sexo tenebroso”. ¿“Tenebroso” “el ca llejón de tu vientre ” donde se perdió una tarde Hernández?
Tal desorientación orienta al desorientado hacia un norte cada vez más inestable por ubicado en un sur confundido y dilemático en un este sin oeste: se considera la vida, en verso de Gutierre de Cetina, como una tragicidad en forma de pregunta sin respuesta: “¿Por qué es mi mal más que mi bien estable?” Y por ello el individuo sufre un estado de desasosiego en el que “Hora huyo, hora espero, hora recelo; /y en tanta variedad no sé yo mismo / qué quiero, aunque sé bien qué querer debo”. También Garcilaso escribió: “Y así diverso entre contrarios lucho”. Pero pocos han nombrado lo que “tenían” que querer o lo que querían sin imposiciones. Uno de esos pocos que supieron discernir entre tanta mentira con rostro de verdad había sido Baltasar del Alcázar: “No quiero, mi madre, / los montes de oro, / sino sólo holgarme / con quien adoro ”. Y Juan de Timoneda: “Madre, ya sé quien me ama / y quien servirme desea, / que no soy tuerta ni fea / ni mala para la cama. / (...) Una persona que esté / sola no canta ni llora, / sola yo no dormiré”, Y, sobre todo, el anónimo autor, también renacentista, de este verso: “¿Ahora que sé de amor me metéis monja?”. Igualmente el ama de Julieta le aclara que “Cuando seas mayor te caerás de espaldas”. Y Calixto a Melibea, desnudándola: “Señora, quien quiere comer el ave primero le quita las plumas". Y el deslenguado Quevedo se decide, tras falsos melindres, a nombrarlo: “Ay Floralba, soñé que te... ¿Dirélo? / Sí, pues que sueño fue, que te gozaba...?”. Habrá que esperar a que Rubén lo diga sin ambajes: “Amor a su fiesta nos convida / y nos corona (...) Gozad de la carne, ese bien/ que hoy nos hechiza (...) ¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor! Más naturales y menos melindrosos se habían mostrado los autores del Romancero, incluso tratándose de adulterios o al relacionarlos con lo eclesiástico: a Lanzarote, “la linda reina Ginebra /se lo acostaba consigo; a Tristán “valo a ver la reina Iseo, /júntanse boca con boca / cuanto una misa rezada”; y a la jovenzuela de moral distraída que partió de Francia le parece “cobardía” la de un caballero por “tener la niña en el campo / y catarle cortesía. No obstante, sin recurrir a los cancioneros “pornográficos”, el paganismo (¡y qué poco juicioso y cuán desvergonzado!) no necesitó el timbre burlesco o mojigato para tratar la naturaleza sexual del amor: el sensual Catulo ofrece ejemplos: “Mi dulce Ipsila... llámame ahora mismo, /pues he comido y, echado boca arriba, atiborrado, /atravieso el manto y atravieso la túnica”. Amor concupiscente del que no se avergüenza ni abomina: “Me habéis creído poco decente /porque mis versos son voluptuosos... ¿Y vosotros, porque leisteis tantos miles /de besos, me juzgáis poco hombre?”.
Así que el eros desnaturalizado, sofisticado como amor divinizado y divinizador, y el damocliano “Un monarca, un imperio y una espada”, trasunto de un Dios mal estadista de la existencia y un Caudillo peor estratega de la vida, rigieron —han regido— los caminos del hombre. Bien conocía ese desasosiego carnal el célibe Don Quijote, aunque, por caballero enamorado y dulcineado, lo reprimiese ante Maritornes o Altisidora: pues como Don Quijote por “Dulcinea”, los místicos disuelven su corporeidad y la transfiguran por “Dios” y los políticos la injertan en el “Poder”. Solo Hernández, entre sus paisanos, aprendió a distinguir entre el pan y el vino cuando repudió la causa de tanta pirueta castraycomecocos: “Y Dios dirá, que está siempre callado”. Se convirtió en el hijo pródigo de aquella maternidad amamantadora de voluntades liliputienses. No obstante, sus “hermanos” y fieles guardianes de su memoria prefirieron venerar a un san Miguel Hernández que, como hombre, había cometido algunos errores olvidables: porque ¡incluso San Agustín probó el mal para mejor combatirlo con el bien!
En conclusión: poca distancia sicológica (¿lúdica, sicosomática, sicótica?) encuentro —y muy adyacentes me parecen— entre “el placer en que hay dolor” o “el penar (que) se torna gloria” de Manrique, la “agradable llaga” de Melibea, la “dulce perdición” y “la gloria de mis penas” de Herrera, la “llama que consume y no da pena” o la “regalada llaga” de Yepes, el “vivo ya fuera de mí / después que muero de amor” de la Carmelita Descalza, el “divino basilisco”, “mostruo amoroso” y “salamandra de nieve”, de Lope, el “ángel fieramente humano” que destila “dulcísimo veneno” de Góngora, el “hielo abrasador” y la “herida que duele y no se siente” de Quevedo, la “dulce fatiga” y “lisonjera pena” de Villamediana, el “mezclar fúnebre queja y dulce canto”, de Gerardo Lobo, la pena amorosa constructora del desasosiego y pena existencial formulada como “fastidio universal” de Meléndez Valdés, el spleen baudelairiano, el “buitre voraz de ceño torvo / que me devora las entrañas fiero / y labra mis penas con su pico corvo” de Unamuno, “la pena de tu alegría” manuelmachadiana, la “pena negra” de Soledad Montoya con que se acaba de perfilar y definir el penar hemandiano, la “hora maldita” de Fenoll, el chamuscamiento eróti- co-místico de Ramos, la “maravillosa pena oscura” de Gil-Albert... tan ciertas todas en su tramoyismo como la “verdadera pena” de Boscán (adyacentes o concéntricas al “dolorido sentir” de Garcilaso, pero sin su dimensión, salvo en Quevedo). De nada sirve que Bernardo de Balbuena se lamente y proteste: “Milagro es que al placer falte el contento, / que el regocijo llore es nueva historia. El eros categorizado como un amor cósmico y tremendizado y tragicizado en un dolor igualmente sísmico y cósmico. Es el espíritu que desemboca, en una apariencia sentida como esencia y en una esencia formulada como apariencia, “hasta la letra en que nació la pena” (César Vallejo). Pero el origen de tal contradicción y tal tortura ya estaba en Dante (Vita nuova, XIII): “Todos mis pensamientos son de Amor /y muestran entre sí tal variedad /que uno me trae dulzor /y otro dice: ojos, llorad... /y en laberintos de este amor me pierdo ”.
Esa fusión confusa la aclara el literaturizadamente difuso Juan Boscán Almogáver cuando le encuentra el morbo a la cuestión: “Oh vosotros que andáis tras mis escritos / gustando de leer tormentos tristes ”. Entonces regresa al punto de partida del juego trovadórico y se confiesa honradamente, conocedor de los dos filos del fuego: “En otro tiempo holgué de estar doliente, / cuando el gesto no estaba tan perdido/ que no gustase de mi mal un poco. / Ora el dolor me tiene ya tan loco, / o ya tan tonto, por hablar más propio, / que andan mis sentimientos tan dañados, / tan al revés mudados, / que cuanto siento me parece impropio ”. Y Villamediana añade: “Guerra que amor me hace a mí conmigo, /pues desmintiendo siempre lo que siento, /por un fingido bien mil males veo”. Es el desenmascaramiento de ese “voraz ejercicio de la pena” hemandiano en el que había caído el mismo Garcilaso, primer motor inmóvil, en su tiempo, de sí mismo y los demás, cuando cree imprescindible el plañiderismo hiperbólico (de tan larga tradición: romance de “Fontefrida”, D. Quijote encabriolándose en Sierra Morena...) ante el objeto amado: “Señora mía, si de vos yo ausente, / en este vivir duro y no me muero, / paréceme que ofendo a lo que os quiero ”, ya presente en el llanto de Pleberio: “Crueldad sería que viva yo sobre ti”, y al que se suma Gregorio Silvestre: “Murió doña María /y ahora, por doblarme la querella, /quieres que viva yo muriendo ella”; y Quevedo, siguiendo el tópico, se avergüenza “de que estando de ti ausente / aún parezca que estoy vivo ”. Es lo que verborrea Espronceda a la muerte de Teresa: “Y doy al mundo el exigido culto ”.
En todos esos versos se funden vida y muerte, esta como tributo devocionado al ser amado —“espacio” en el que conseguir la anagnórisis definitiva y reposante—, mujer en este caso, Dios en otros, abstracción siempre, fatalismo atávico al fin, y gangrenoso, que hunde en una angustia amorosa catapultadora hacia otra existencial y quevedesca en la que, olvidada la causa concreta, queda, independizada, la consecuencia abstracta, como rubrica Torres Villaroel: “De asquerosa materia fui formado, / en grillos de una culpa concebido, / condenado a morir sin ser nacido, / pues estoy no nacido y ya enterrado Y así la única vida sin la vida del amado es la vida prometida tras la muerte. También Garcilaso admite la supervivencia o inmortalidad —la otra vida amorosa— del amor: “Muerte, prisión no pueden ni embarazos / quitarme de ir a veros como quiera, / desnudo espíritu u hombre en carne y hueso. Y Herrera: “Si muriéramos ambos juntamente, /poco dolor tuviera, pues ausente / no estaría de vos... Y Quevedo suspira por esa vida amorosa tras la muerte; “Si hija de mi amor mi muerte fuese, / ¡qué gloria que el morir de amar naciese! ”. Y Juan de Tassis; “... el desdichado Adonis, que moría /más herido del bien que acá dejaba. / El no poder morir Venus lloraba”. Por eso mueren Melibea (“Oh la más de las tristes triste ”), Julieta, Isolda, Isabel la de Teruel... Por eso quieren “morir” Doña Teresa y Don Juan (de Yepes). Por eso Doña Inés espera en la tumba a su Tenorio...
En tal contexto no es extraño que se dé por cierto el desenterramiento de la amada de Cadalso, literaturizado en las Noches lúgubres, probable inducto a la violación poética de la tumba de Ramón Sijé: “Y desamordazarte y regresarte ”. Dolor, el elegiaco y hernadiano, bebido en los “Sonetos de la muerte” de Gabriela Mistral, cambiada tanta y antigua delectación malsana del sufrimiento por la violencia vengadora: “Del nicho helado donde los hombres te pusieron/ te bajaré a la tierra humilde y soleada... ”. Hay que esperar y acudir al Soneto XCII de Neruda para evidenciar la muerte de la necrofilia poética: “Amor mío, si muero y tú no mueres, / no demos al dolor más territorio. / Amor mío, si mueres y no muero, / no hay extensión como la que vivimos”. Es el repudio del andar “sobre rastrojos de difuntos” y la negación de que “no hay extensión más grande que mi herida ”.
Continuará...
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