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del ciCOMPÁRTELO en Face
«Yo no sé en carne propia cómo fueron las otras represiones de la historia: pero la del franquismo la vivió mi adolescencia en Orihuela y, al compás de los libros, fue el cine mi mentor, la sala oscura fabricadora de los sueños y embelecos de los que todo hombre surge porque desde ellos traza su futuro», escribe Antonio Gracia.
https://elcuadernodigital.com/2019/04/04/en-el-aula-del-cine/
En el aula del cine
/por Antonio Gracia/
1
Tal vez la forma más sutil y sabia —también impune— de ponerle límites al mundo sea la de estrechar la conciencia. Porque el mayor de los universos es la mente, y, amurallada esta y reducida a un pequeño recinto, todo cuanto quepa en ella será igualmente empequeñecido. Esa es la peor de las castraciones: la que nos enseña que solo podemos aprender determinadas cosas porque las otras son un peligro para las conciencias y es necesario eliminarlas como a un delito público, autocensurándonos y perpetrando la delación como una prevención.
Me viene, al anotar las líneas anteriores, el recuerdo de una significativa secuencia de Jean Renoir: en Esta tierra es mía, son arrancadas de los libros de texto las páginas de la historia que no convienen al nazismo. De haber triunfado cualquier filosofía dictatorial, la infancia pensaría el mundo tal y como se lo hubiesen enseñado. Sin duda, el mundo seguiría siendo el mismo si se quemaran todos los libros y no sus autores y lectores: pero con generaciones de retraso, porque el progreso, las igualdades, los derechos tendrían que recomponer su puzle, crucigrama, jeroglífico; el acertijo en el que la libertad es la única palabra que ordena justamente los rompecabezas de la humanidad.
Me viene, al anotar las líneas anteriores, el recuerdo de una significativa secuencia de Jean Renoir: en Esta tierra es mía, son arrancadas de los libros de texto las páginas de la historia que no convienen al nazismo. De haber triunfado cualquier filosofía dictatorial, la infancia pensaría el mundo tal y como se lo hubiesen enseñado. Sin duda, el mundo seguiría siendo el mismo si se quemaran todos los libros y no sus autores y lectores: pero con generaciones de retraso, porque el progreso, las igualdades, los derechos tendrían que recomponer su puzle, crucigrama, jeroglífico; el acertijo en el que la libertad es la única palabra que ordena justamente los rompecabezas de la humanidad.
Yo no sé en carne propia cómo fueron las otras represiones de la historia: pero la del franquismo la vivió mi adolescencia en Orihuela y, al compás de los libros, fue el cine mi mentor, la sala oscura fabricadora de los sueños y embelecos de los que todo hombre surge porque desde ellos traza su futuro.
Poco o nada diré de novedoso al afirmar que es la líbido en todas sus manifestaciones la energía que desde el cerebro rige el organismo, y que para controlar a un hombre basta orientar su concupiscencia en los primeros años; pues el amor y el sexo, el matrimonio exacto del cuerpo y de la mente porque sacian la racionalidad y la animalidad si no se les reprime, son las piernas sobre las que camina la existencia. Y sólo en ellas descansada pueden las manos ejercer su labor emprendedora sin inseguridades ni temblores, con acierto y justeza.
De modo que todos los caciques que en el mundo han sido conocieron que para ganar la batalla de la dictadura necesitaban la estrategia de asesorar la infancia y precisaban la guerrilla masacradora de la imaginación, madre de las probabilidades y, por lo tanto, de la ideación de que el bienestar de unos pudiérase extender a todos y de que el malestar de muchos debiérase extinguir hasta ninguno: esa probabilidad que suele escribirse con cualquier garabato que signifique libertad. Y si el bien para sí mismo y para los demás nace de la consideración de los afectos, claro está que resulta imprescindible controlarlos y reglamentarlos, por ejemplo con lemas como Escribir recto con renglones torcidos; No seas soberbio, solo Dios lo entiende todo; A Dios la hacienda y la vida/ se han de dar, pero el honor/ es patrimonio del alma/ y el alma solo es de Dios; Un monarca, un imperio y una espada; Dios, patria y Franco…, ocultando así que Dios es la respuesta que anula cualquier pregunta y que Todos los hombres son iguales, pero algunos hombres son más iguales que otros.
Dirigida la sensibilidad, justificado el sufrimiento, condecorada la obediencia incluso en la contumacia, queda expedito el campo para sembrar la mente de crímenes físicos o síquicos, matando sentimientos y engendrando nefastas geometrías espirituales y pitagóricos preceptos sobre la santidad de la maldad que no lo es (por lo de los renglones torcidos), la abstención sexual que es sacrificio y puerta del más allá bucólico, el amor hacia el prójimo como una obligación que se castiga si no se practica y no como una espontánea solidaridad… Como digo: el sermón de una espuria montaña desde los altavoces de una sala en silencio, en las sombras, con personajes iguales a los espectadores, moviéndose y hablando y actuando y viviendo y sintiendo, obedeciendo, estrabismándose, formándose como Dios y el Caudillo lo ordenaban según los evangelios hipócritos de Raza, A mí la legión, Los últimos de Filipinas y otras disenterías espartanas. El decálogo según san Jaime de Andrade.
Demasiado complejo para sólo unas páginas. Me detengo y observo solamente la memoria de unos cines nostálgicos, tan soñadores como deformantes. Y nada más me quedo con lo que yo, salaz ya entonces, roedor de mi mente, veía o quería ver y no sabía que evitaban que viese, como tantos ingenuos o inocentes pedazos de aquella sociedad inhóspita y desértica, que odio y amo porque hoy es sólo un lugar en la memoria.
¿Qué nacía, inasible, por debajo del cráneo, dentro de mi cerebro, en medio de las ingles de toda pubertad? ¿Cómo eran el amor, la mujer, el cuerpo oculto, el beso transgresor; qué había detrás de aquellos ojos rubios y aquel cabello azul, dentro de aquellos labios como una gruta erótica, qué había en aquel torso, picado por abejas, de hinchazón paralela, en el tacto de aquellos pies desnudos tan lujuriosos como manos, dentromente de aquella piel de cobre y de collar, de epidermis tan blanca que podría escribirse sobre ella cualquier cosa y, por eso, ninguna? Aquella boca abierta, ¿que escondía, sensual? ¿Qué oscuro precipicio se abría muy abajo de la línea del pecho, donde se dividía en dos colinas por las que nunca transitaban los indios, rastreadores tan hábiles y tan nunca transeúntes, no obstante, de aquellos horizontes? Aquellos brazos sinuosos que abrazaban desde la pantalla, ¿por qué no me tocaban si llegaban hasta mi corazón y lo apretaban? ¿Qué sentiría si fuese yo el jinete y cabalgase sobre aquella amazona en vez de sobre el torpe caballo del perdedor de turno? ¿Y si en lugar de pelear con aquel gánster tan rudo y cicatriz me abalanzase sobre la Gloria Grahame o la Virginia Mayo para que se frotasen conmigo en la pelea? Y la grieta del pubis femenino, a la que tantos nombres extraños aludían, ¿qué sería realmente y por qué tanta conjura en ocultarla y prohibirla y condenarla? ¿Por qué acababa un plano precisamente cuando me insinuaba que el siguiente hubiera respondido a las preguntas de mis ojos? ¿Y aquellos mármoles calientes que trepaban desde el suelo hasta las cimbreantes caderas de la («ojalá me quisiera matar a mí también») enjuta sirena del Niágara, exuberancia mítica y embrujo, cantatriz de Kiss mesaliendo de un hechizo enrojecido mientras La mujer pirata, tan lúbrica y tan bella dartañana del caribe, y el estólido amigo del gran y equivocado Kane miraban nocherniegos, como el alma del niño clavado en una silla tan dura como un sexo que todos los demonios de la carne se obstinaban en exiliar del mundo para paz del creador, de aquel sumo pontífice de un cielo que solamente podía conseguirse abjurando de la propia identidad de ser de tierra? ¿Cómo entender a quien me regalaba la facultad de ser dichoso y, como sicópata y sádico sublime, me impedía tomar los frutos que para mí sembraba, convirtiendo a los hombres en tántalos sin haber cometido el delito de nacer, pues era él mismo quien al mundo me echaba y arréglatelas tú con la locura que te espera si quieres entenderlo? Imágenes vividas y robadas, ahora lo sé y no supe. Y cuánto sueño roto y cuánta pesadilla cuesta averiguar que el hombre miente porque quiere imponerte su verdad.
Mentiras para creer en la verdad; en alguna verdad que no se pareciese a una mentira. La verdad sólo es una mentira que necesitamos creer. «Miénteme más, que me hace tu maldad feliz», sollozaba un bolero por entonces, lo recuerdo. Y Johnny Guitar le suplicaba a Joan Crawford: «Dime que me quieres», como si le dictara «miénteme, que algo queda». Porque quería creer que «siempre nos quedará París». Pero es mentira, por mucho que Humphrey, como un demiurgo para necios, quisiera imponérselo a los públicos consolando a la Bergman. Porque el mejor pasado no es el que se rescata manriqueñamente como un nuevo futuro, sino el que se mata viviéndolo, después de haberlo gozado o padecido cuando fue tiempo presente.
2
La vida era doliente y transcurría. En el cine de El Oratorio, don Antonio Roda, su santo y sacerdote director, gritaba en medio de los besos escapados a la tijera despistada: «Son hermanos, son hermanos». Yo no entendía bien y sólo me reí mucho después. En el de Santo Domingo («Por haber sido malo, cada media hora del domingo a presentarse, prietas las filas, gestos marciales, al páter conserje» y claro, como el ir y venir impedía cualquier juego indecente, pues a ver la película decente), el páter director, muy poco nibelúnguico no obstante, don Alejo García, solía interrumpir las situaciones semejantes saliendo de la sotana que abría y desabría la pantalla para evocar no sé qué músico llamado Haydn y que entonces me parecía tan intruso como su evocador.
Recuerdo un viaje de estudios dieciseisañero por las Francias, las Austrias, las Italias (6000 autobusísticos kilómetros en quince días) y me veo junto a otros como yo mirando a Cleopatra y Tom Jones en alemán y no entendiendo ni lo que veíamos. Juntos hasta la muerte y nunca hasta la cama, se predicaba entonces. Era posible amar a Laura, pero no antes de matar los Deseos humanos, porque serían nuestra Perdición. Nos tapaban los ojos, los oídos, para que no supiéramos que el amor también podía ser «algo que termina al amanecer», como decía no recuerdo quién ni en qué película.
En Corazones indomables, Henry Fonda y Claudette Colbert habitan una casa en la que los cobija uno de esos personajes ásperos y tiernos, de bronco y adusto parecer y comprensivo ser que el maestro John Ford sembró por su filmografía. Colbert y Fonda entran en el cobertizo y sienten el casto orgasmo de la felicidad al contemplar la chimenea, símbolo del hogar, del calor, del amor. En la hermosa y genial El hombre tranquilo, es la cama, llena de honestidad, la que se estremece ante los chespirianos Maureen O’Hara yJohn Wayne, apasionados y violentos en su erotismo reglamentado por una sociedad de convenciones en la que los sentimientos deben ocultarse. Aunque la fierecilla, en este caso, doma tanto como es domada, porque su pelirroja cabellera simboliza un amor con el sexo escondido pero inserto en sus guedejas, y el domador también entiende de ternuras.
A los estrábicos alcahuetes de la castidad en la posguerra se les olvidó, como es ya tópica sapiencia, esconder el incesto que engendraban en Mogambo, cuando abortaban la relación sentimental de Grace Kelly y Clark Gable a la sombra del animal más hermoso del mundo, como algunos quisieron ver en Ava Gardner. Hitchcock, otro gigante de las pantallas, crea una aventura prodigiosa Con la muerte en los talones, y los censores cortan la escena en el camerino trenístico, cuando la bella Eva Marie Saint se deja seducir por el cazador cazado Cary Grant. No obstante, los bizcos cortadores del césped filmográfico no vieron el coito metafórico de la escena homónima y final, cuando el tren penetra un túnel como un sexo otro sexo.
No todo era censura, claro está: como condescendencia al morbo, Anatomía de un asesinato incluía la palabra bragas entre sus diálogos. Gilda Hayworthse desnudaba el preservativo enguantado en su brazo mientras felacionaba mentalmente a los espectadores. Y otro éxito fue el de El graduado, claro que Dustin Hoffman aclaraba que el sexo a secas con Anne Bancroft no le era suficiente porque lo que ya necesitaba era el amor, y se rapta a la chica desde el mismo altar en el que ella iba a casarse para casársela él, eso sí, castamente.
Sin embargo fueron castradas, tal vez por considerarlas zoofilia, las caricias de King Kong a Fay Wray: yo recuerdo que, al revisarla hace una década en la televisión, no recordaba aquellos manotazos o dedazos ternurotes y asombrados de la bestia a la bella.
Muchas imágenes fueron guillotinadas por los amputadores del universo mundo, y ninguno, si no es con el auxilio de la televisión al convertirse en cine (cuando descansa de los concursos y la publicidad) competidores en embarazar de necedad el mundo, hemos tenido la suerte de que nos ocurriera como al personaje de Cinema Paradiso, receptor de los besos robados en su infancia por la mano mismísima del que se los secuestrase a la pantalla.
3
¿Cómo iba a ser la vida en esa España sino un apunte manuscritamente erróneo de lo que es la existencia en realidad e intensidad? Al castrársele a la vida el amor en toda su dimensión, sólo queda la imagen del misterio, resuelto por la mente como un milagro en forma de cigueña, o de una represión dilatada en amores o amoríos placebos del amor, o válvulas de escape de la mente sobre los chistes fáciles, burlas en medio de una Calle Mayor con su tragedia provinciana de sueños pisoteados, machismo y misoginia vergonzantes, la sumisión de la mujer, la estupidez del hombre creyéndose querido cuando era tan nada más que odiado por la esposa o el hijo. En ese mundo en el que la sinrazón vital sustituyó la razón de la vida, en el que el pecado de la castidad (porque es contra naturam) exilió la sensualidad hasta reducirla al sexo familiar y procreador, era fácil creer, o hacer creer, que igual que existía un Ser Supremo en el Olimpo de los cielos había una providencia terrenal con rostro de Caudillo que vigilaba con sus enmascaradas manos (y su voz en off añadida para apoyar la tesis) la vida ciudadana de cualquier Ladrón de bicicletas que se arrepintiese de haber querido sobrevivirse a la muerte de hambre y de miseria pensando tan siquiera que era posible hacerlo transgrediendo una sola de las normas de aquella sociedad tan justa que encumbraba a quienes morían o asesinaban en nombre de la Patria y olvidaba a quienes la sufrían porque unos carceleros de la mente la habían secuestrado a su antojo dictador y estupidizador. Se explica la proliferación de cine histórico con su cartón de piedra y su piedra tatuada con nombres de Colón o Agustinilla de Aragón o Marcelino o Juana la Loca, símbolos o emblemas de amores tan santos como puros y patrióticos. Y que, en su vertiente liberatoria de la represión, apareciese luego el macho ibérico como paradigmático contraste de la fiel infantería y el landismo deviniese o se categorizase como una Asignatura pendiente, o el bienaventurado tonto del pueblo (capicúa de la consigna el pueblo es tonto y sólo hay que tenerlo en cuenta en tanto que nos sirve) degenerase en el linamorguismo disuasorio igualmente del poco seso que quedase en las molleras, porque el seso y el sexo son directamente proporcionales a la sensibilidad e inversamente a la inteligencia y la cultura. Ya quiso decir Marxque la televisión es el opio del pueblo, porque el cine no existía en su tiempo y aún no podía utilizarse como impune y opiómana religiosidad alienatoria de la verdad. El amor tenía que ser conyugal (aunque el conyugalismo, a pesar de la ejemplaridad de Glenn Ford en Los sobornados o Semilla de maldad,se suponía más sórdido desde que Frank Sinatra y Lee Reemick así lo explicitaran desde El detective) y tan ausente de lubricidad que incluso Tarzanín había sido engendrado sin la conjugación horizontal de cualquier verbo copulativo entre el Weissmüller y la Sullivan, sino a la inacadémica manera y camasútrica actitud de don san José y doña Virgen María. En fin.
Las únicas películas de amor eran las muchas versiones adulteradas y no adúlteras, al margen de su calidad, de Romeo y Julieta: Orfeo negro, Un hombre y una mujer, West side story, Los tarantos, El amor brujo, Love story. De entre esas historias, Breve encuentro predicaba como ninguna que la infidelidad conyugal, de existir, debía incluir la castidad, además de un billete de regreso al comprensivo hogar. Aunque Orson Welles, el titán más genial de la pantalla, mostrase, en prodigiosa elipsis, el paso del amor al desamor filmando en un círculo sabio al Ciudadano Kane y su esposa asexuada.
Pero la cima del amor asexuado tal vez fuera Del rosa al amarillo, con sus dos historias de antes y después de la pasión, con sus dos parábolas sobre el amor más fuerte que la carne, con la castidad (o la castración) de nuevo como único tema: incluso en ella se conjugaba verbalmente el verbo amar como si se tratase de algo aséptico y no de pura vida, carnalidad, sanguinidad, ternura pero también pasión. La destreza de los legisladores consistió en convertir (para las mentes cuya pureza cuidaban) un acto natural, el sexo, en un artificio añadido al amor por las malas conciencias de allende las fronteras donde ni Dios ni Patria ni Caudillo existían, sino el mal y el desorden gobernando las calles.
4
A veces la realidad gasta bromas pesadas a la historia, y lo que nace como un canto a la revolución se convierte, porque la existencia es un laberinto inextricable e impredecible, en un panegírico de la contumacia. Lo más hermoso de la hermosa gesta de Espartaco es la amorosa historia de hermosura sensual entre Jean Simmons y Kirk Douglas, el cruce de miradas con que Kubrick traza su idilio bucólico imposible: bien es cierto que no parece creíble tal delicadeza y sensibilidad, honestidad y respeto sexual en el mundo de esclavos que refleja, donde la fuerza y no la tolerancia eran el origen del mundo y la supervivencia. Pero el espectador agradece la ternura entre las espadas, y la violencia queda paralítica ante el ámbar de unas imágenes inesperadas en un universo de combates. Los amantes convencen de que incluso en la adversidad y la miseria existe el paraíso interior cuando los corazones se anteponen a los egoísmos. Si el filme se vio en España fue porque, suprimido el otro idilio entre Laurence Olivier y Tony Curtis (Olivier: «Mi gusto incluye tanto las ostras como los caracoles»), la imposible victoria de los oprimidos está desde el comienzo anunciada cuando Espartaco es vencido, pero sobrevive, en el duelo sobre la palestra con Woody Strode (El sargento negro de Ford), quien se sacrifica para que el destino consuma la derrota del libertador en brazos de una cruz, como un cristo siempre colérico ante los mercaderes de la Roma que tan lejana en la opulencia y tan cercana en el espíritu estaba de la España del posfratricidio. La lucha por la libertad quedaba así reducida a la aventura de un Quijote tan perdedor como heroico. Y el guionista supo usar el lenguaje que convenía para reflejar esa íntima derrota: que la esclavitud no es solamente un estar en la vida, sino un ser adquirido y sustancial, y el eglógico encuentro entre los amantes es desolador y es elocuente. «Prohíbeme que te abandone nunca», dice Varinia; y Espartaco condesciende en su lenguaje impositivo, contra cuyo significado está luchando: «Te lo prohíbo». Unos actores en estado de gracia, un color hacia el que propendía Kubrick antes incluso de hallar sus filtros mágicos para 2001,un relato de altruismos y de heroicidades, una melancolía que salta de la épica a la lírica, siempre dentro de la más alta poesía, debieron convertir la cinta, paradójicamente, en una especie de cruzada paralela al devenir del franquismo. El Todo por la patria parecía latir en aquel espectáculo de masas venido de tan lejos, con holocaustos tan ajenos al moscardón del Alcázar como recordatorios del mismo en las mentes de quienes han ajibarado el mundo a la visión impuesta por el más célebre de los desconocidos, el caudillo de las tinieblas, ya lo he dicho, Jaime de Andrade. Espartaco estaba dando, sicológicamente, carta de garantía de nobleza a dos décadas de Franco.
En aquel mundo que huía de una guerra, aunque mantenía las cárceles y los fusilamientos (Senderos de gloria, golpe mortal contra la muerte militar, no pudo verse hasta años después), la vida cotidiana debía ser tan feliz como fuera pintada por el cinematógrafo. Y otra película vino a forzar y reforzar la imagen de un país en el que el gansterismo era un señor simpático conquistador de una dama tan hija de María como entregada a la libertad de un amor que redimía al tahúr: de nuevo Jean Simmons, ahora con Marlon Brando, cantaba las excelencias del error subsanado por el arrepentimiento en el musical Ellos y ellas, de Mankiewicz. Una vez más venía a legitimarse que los excesos visuales habían de secuestrarse como servicio a un espectador que se desencantaría si creyese que la vida era tan libertina como algunos chorizos de la libertad, además extranjeros y sandios por lo mismo, pretendían mostrar en la pantalla.
5
¿Y cómo abrir la mente o las fronteras si podían entrar los invasores de las almas en forma de extraterrestres comunistas, igual que desde la parafernalia extranjeril y xenofóbica llegaban alienígenas tan monstruosamente monstruos como los de La guerra de los mundos, El enigma de otro mundo, La humanidad en peligro, La burbuja, El día de los trífidos, El experimento del doctor Quatermass, La invasión de los ladrones de cuerpos, Planeta prohibido, dispuestos todos, y otros muchos peligros, a devorar nuestras creencias o a castigarnos por transgredirlas? Ahí estaban, sin ir más lejos que a nuestras pesadillas o a nuestras intenciones sumergidas, la criatura del pantano o el señor Hyde acechando al ingenuo y arriesgado señor Jekyll. Porque si bien es cierto que algún extranjero podía venir a poner paz, como un bienllegado mister Marshall cualquiera, pudiera ser engañoso o en todo caso equívoco, como el odiosamente amado de Ultimátum a la Tierra, que, tampoco había que olvidarlo, al fin y al cabo era pura ciencia-ficción y no, como los antedichos títulos, mensajes disuasorios y bienintencionados frente a las ideologías extranjeras. ¿Acaso no era manifiesto que todo lo no español era un cúmulo de calamidades en este Este perro mundo? ¿O no era evidente que el juglar de la alegría de Cantando bajo la lluvia o Un americano en París mentía en su júbilo y su joie de vivreporque «se canta lo que se pierde» y tal euforia sobre la existencia era igualmente una ciencia ficción y cuentos de hadas para confundirnos en la creencia de que existían tierras de jauja? Lo que era certeramente cierto es que uno podía, si abría la boca del pensamiento para perderse en el discurso de la transgresión de las consignas, podía o debía, digo, encontrarse preso de una locura semejante a la de El proceso, experiencia terrible por la que no valía la pena arriesgarse a meter la cabeza en la ventana de otras ideas, nefastas además, y que exigían y justificaban un guardián tan carismático como El gran dictador, filme que, por si se malinterpretaba, no llegó a las pantallas y se sustituyó por tanto homónimo antipódico nacido, lo repito, del evangelio según El Campeador Francisco Franco. Por eso hubiera sido un delito de lesa caudillez concienciarse (léase prostituirse) como cualquier general della Rovere. Además, quien se empecinase en quebrantar El séptimo sello de aquella sociedad tal vez se viera amenazado, Al final de la escapada mental, con el horror de ser poseído por La semilla del diablo extranjero. (Por entonces los grises golpeaban en los pechos a las chicas, y con toallas mojadas nos azotaban, para que no se note).
Bien. Mixtificada la energía erótica, puede transustanciársela y orientársela hacia el poder y hacia la sumisión como obediencia, a la divinización y la santificación para merecerla. Los Reyes Católicos, que por algo eran católicos además de reyes, ya supieron que debían suprimir el feudalismo no por lo que tenía de dictadura, sino para que no le hiciera sombra a su despostismo centralizado y personalizado, tal como han hecho todos los Francos que en el mundo han sido eliminando a sus competidores antes, durante y después de encumbrarse como únicos titanes del poder. De modo que, dominada la energía genesíaca, como ésta ni se crea ni se destruye, sino que se la transforma (y toda transformación es una creación) en amor a la patria y en amor a un tal Dios, terrible es considerar que Marcelino, pan y vino es en realidad una novela gótica a la que se le ha dado la vuelta para convertir el horrible castillo en buhardilla mágica y el monstruoso esfínter de la maldad, draculón o dragón en un alien de hadas (reintegrado a la vida por un excelso y celestial Doctor Franfenstein del castillo del cielo) crucificado en el altruismo de sufrir su dolor para evitar el nuestro, nacido, para INRI mayor, del egoísmo. (Claro está que tal interpretación tan gratuita solo es una deformación del laberíntico, estruendoso y retorcido pensamiento de una mente urdimbrada en aquel tiempo). Mézclese esa entelequia de redención y magia con el amor frugal y conyugal y casto y masturbado de pureza, más arriba aludido, y tendremos Ordet urdiendo su milagro y su fascinación inesperada con su cámara inerte y sus planos tan planos como el páramo de protuberancias sexuales en la imaginería amórica del cine de este tiempo. Probablemente el éxito de Stromboli se debiera, tal vez, a que encarnaba la ambiguedad de un amor indefinido, hermafrodita o anfibio de lo humano y divino, como toda la mística en esencia. Se aseguraba con ello el espectáculo ardoroso y proselitista de tanta superproducción jesucristiana o paracrística, si además se le inserta el heroísmo, la acción y la aventura: Quo vadis?, La túnica sagrada, Rey de reyes, La historia más grande jamás contada, Ben-Hur, Barrabás… y proxenetismos espirituales como Molokai o herejías como El evangelio según Pasolini…
Pero el pueblo tampoco era del todo ingenuo: en la bíblica ficción de Sansón y Dalila, la hermosa Hedy Lamarr, glamurosa desde su desnudo bajo el agua en Éxtasis (y liberada así de ser otra perpetua hija de María a que intentó condenarla il suo casto marido millonario) sacrifica, semejante al gran Judas, su amor ante el destino redentor del hercúleamente orondo Victor Mature: y el pueblo, como digo, entontecido y estupidizado pero no tonto ni estúpido, que captaba lo que había de metonimia sexual, cantaba al compás de la música del film: «Dalila, no me tomes el pelo,/ que por cuatro pesetas/ me lo corta el barbero».
No menos pesadumbroso resulta reprimir o abandonar la reflexión de que la admiración por Alan Ladd en Raíces profundas o Gary Cooper en Solo ante el peligro no se debía a que fueran hombres justos, sino a que no tenían miedo o lo vencían si les asaltaba en medio de una duda, lo que potenciaba alardes como los de Agustina de Aragón o El Cid…
En fin: en aquella España de jauja y pandereta en que el maná llovía desde aquel que ordenaba desde El Pardo, que no era mal pardillo, en lugar del carnal se hacía streep-tease del machismo, el patrioterismo, la misoginia, el iberocristianismo, la misantropía universal (excluida la España una, grande y libre). Francomente: no se entiende muy bien cómo casaban, entre tanta castración, las subvenciones para que cada hogar se convirtiera en La gran familia.
Tal vez fuera el cine del buen Capra el único que mostraba cómo ser bueno sin ser tonto, aunque los malos así calificaran la bondad en un mundo de conciencias bastardas y gánsteres disfrazados de pícaros: James Stewartsiempre nos convencía de que era mejor ser un Caballero sin espadaempeñado en demostrar Qué bello es vivir.
6
Adolescentes éramos, y con tan sanas líbidos como para sospechar que, de tantas puñaladas en la ducha de Psicosis, alguna habría peneentrado como la de un buen glande enmascarado y sin el antifaz. Porque no consiguieron convertirnos en acomodados voyeurs mirando solapadamente el mundo como si de La ventana indiscreta se tratase, y por la que percibir, como únicos oxígenos, con la excusa del baile, las lujuriosas y rítmicas escaramuzas de la sensualidad trepando hasta las caderas desnudas, pero ocultas, de la sin par Dulcinea Cyd Charisse. Nadie pudo robarme la imagen más erótica del cine, el amor más profundo visto en sombras, la castidad más sensual, el éxtasis más místico y lujúrico, el orgasmo mental con más fisicidad: una desconocida que nunca volví a ver y cuyo nombre indagué, Rosemary Forsyth saliendo de un río, o una ciénaga, con la luz asombrándole los hombros y El señor de la guerra Charlton Heston (quizá porque su confusión entre pasión y amor, en medio de la niebla medieval y el corazón entre la pesadilla de un buen sueño era como la mía) enamorándola por mí. (Años después, supe que Cirlot se adueñó antes que yo de aquel filtro amoroso y lo hizo verso, como yo había querido hacerlo carne para mi boca, sangre para mi pluma).
No sé si el siguiente grafiti cinematográfico lo leerá su autor en esta página. Tal vez ya sea famoso, o quizá lo ha olvidado. Yo lo copié, no fui el único, en una escaramuza dominguera por el Tocador de señoras, mientras otro cual yo me hacía la guardia para que no me sorprendieran. (Lo del Tocador de señorassiempre fue para mí un privilegio literal: pensaba que al domingo siguiente podía ser yo el agraciado y convertirme, por un día, en ese tocador. Pero no). La escritura rupestre, y fantasía erótica, se titulaba En la cama con Marilyn y se firmaba como J C. Mucho tiempo después, recordando aquel texto, algunos apuntaban como presunto autor a J. M. Caballero Bonald, C. José Cela, J. Cantero o incluso, más escatológicos, Jesus Crhistus). Comoquiera, lo transcribo como un anónimo homenaje de cuantos amamos aquel mito:
Cada vez que me tocas o te toco
y juntamos tu boca con mi boca,
siento que soy el mar y tú la roca
y que el beso nos une poco a poco.
La épica del coito nos provoca
batallas de lujuria y un seísmo
sexual que hacia la magia y el abismo
de las salacidades nos desboca.
No hay éxtasis ni otro alto misticismo
como el orgasmo lírico y profundo
de dos cuerpos clamando al erotismo.
El universo entero se transforma:
sé que fuera de ti no hay otro mundo
y que sólo el amor tiene tu forma.
y juntamos tu boca con mi boca,
siento que soy el mar y tú la roca
y que el beso nos une poco a poco.
La épica del coito nos provoca
batallas de lujuria y un seísmo
sexual que hacia la magia y el abismo
de las salacidades nos desboca.
No hay éxtasis ni otro alto misticismo
como el orgasmo lírico y profundo
de dos cuerpos clamando al erotismo.
El universo entero se transforma:
sé que fuera de ti no hay otro mundo
y que sólo el amor tiene tu forma.
7
A menudo se acude al pasado como si fuese La isla del tesoro y se regresa con la única riqueza rescatable: saber que recordar contumazmente es matar el futuro, que hubiera sido tanto como seguir las consignas de aquel régimen que pretendía mantenernos en El sueño eterno de un limbo esclavizado en el que la cítara de El tercer hombre distraía la dictadura del primero de España, Franco, ese hombre. Había mucha Sed de mal en aquel régimen, y se equivocaba el capitán Quinlan al acertar con la intuición transgrediendo la razón.
En aquel tiempo en el que cualquiera podía sentirse Rebelde sin causa, todos éramos presuntos de culpabilidad, porque la inocencia no era una presunción o un derecho, sino un privilegio concedido a quien se arrodillaba, era algo que violar para que en ella se engendrasen, como un óvulo roto, los espermatozoides de la patria. Afortunadamente, aunque todavía quede en el inconsciente colectivo, ya todo aquello ha ido convirtiéndose en Lo que el viento se llevó. Y se aprende que todo es el envés de una moneda de la que solo nos mostraron su mitad. Que a todo se le puede dar la vuelta y el universo cambia según la perspectiva. Y por si alguna duda había entre mis dudas sobre la incertidumbre de las cosas, al divisar El planeta de los simiosreconocí que no era sólo yo quien miraba al revés todas las cosas
De aquel pasado queda cuanto la memoria sabe escanear para su identidad. Siempre el recuerdo es un ayer fingido. Hoy somos una herencia que no quiero legar como heredé. Quiero creer que nadie así lo quiere. La libertad no me ha enseñado a ser más libre de lo que era yo en mi propio corazón: de la libertad política y real nada aprendí sino que era más hermosa la que yo había soñado, aquella que buscaba y no encontró Espartaco, pues la utopía deja de serlo si no es impracticable, y la libertad se había quedado en El País de Nunca Jamás y yo hacía mucho que había dejado de ser, con qué tristeza, Peter Pan.
Como en las mejores películas, las palabras tachadas, la voz amordazada, las imágenes rotas, la sumisión impuesta y no aceptada, enseñan a huir del despotismo y de la intolerancia. Tal vez muchos salimos de aquel mundo como salía Charles Laughton de aquella aula infringida en el film de Renoir: soñando ser un héroe inesperado si se nos presentaba la ocasión y el acicate de un amor más poderoso que la muerte y el miedo y el silencio y el vértigo, la soledad y el abandono.
Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario(2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. También, aunque despojado de él contumazmente, el premio Loewe. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en la Biblioteca Virtual Cervantes.
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