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sábado, 7 de junio de 2025

Capítulo tres.- Valerio Calabrés



Wagner: Tristán e Isolda

Tres


            "Tuve que matarla porque ella era también mi amante". Eso dijeron los periódicos. Y la misma policía lo creyó. Todo parecía muy simple. Una cuestión de celos. Pero es falso. Sin duda, ese crimen se perpetró con la exclusiva intención de apartarme del mundo y librarse de mí igual que de tantos otros como yo.

             Las cosas ocurrieron de este modo: Yo había conocido a Mandorla en una fiesta de la Prensa. Todos los asistentes eran puras sonrisas desdentadas de alegría y espúreas de una felicidad estudiada como un gesto imprescindible para esas ocasiones. Estaba decidido a marcharme cuando vi a aquella mujer sola entre los babosos que acosaban su belleza y adulaban su juventud. Tenía una mirada lejana, oscura, densa, ajena a aquella tribu de odaliscas y faunos. Me acerqué y le tomé la mano arrastrando su cuerpo suavemente como si la salvase de los lobos. 


- Mandorla. Mi nombre es Mandorla.

- Furiosa la jauría. Claro, que eres hermosa presa.

- Y ahora me dirás que me has salvado para ti. 

- No soy un redentor. Odio a esos imbéciles. 

- Y tú crees que eres mejor que ellos. 

- No tienen derecho a devorarte.

- Y tú sí. 

- En este mundo, quien no devora es devorado. Pero aún no me he comido a una mujer que no quisiera, también, comerme. Valerio. Mi nombre es Valerio.

         

           Durante semanas nos vimos a menudo. Ella revisaba el correo, leía mis originales, censaba las censuras, era furia en el lecho. Pero no me interesa demasiado esta historia; así que la acabaré enseguida. La primera vez que la encontré con el Director fue en un concierto. Me aburrían las notas salidas del foso de la orquesta, los violines zarpullían exangües, las flautas eran ramas fruncidas por un viento sin norte; tomé los prismáticos de una oronda que flateaba a mi derecha y miré alrededor los palcos y la escena. La soprano moría en ese instante de manera increíble, porque nadie se muere mientras canta ni canta mientras muere si no es en el teatro de la vida, donde todos se mienten y disfrazan. De la coloratura mortuoria giré hacia un palco situado a la izquierda y allí estaban los dos, penumbrosos y ocultos, moviéndose agitados entre los cortinajes. Subí temiendo lo peor, abrí lento y despacio y miré las medias ropas, los cuerpos medios y húmedos, penetrados y entablando un dueto estrambótico entre la voz muriente y el jadeo sexual vibrando entre las sombras, en la espiral erótica del coito. Amasijo de carne y de la música, mi estupor y su cópula, los días en mis brazos, el aquelarre aquél, todo como un torrente se me agolpó en la mano y quise allí matarlos, desangrarlos, derrengarlos y echarlos a las gradas de aquel circo sonoro para que hubiese algo de vida que anotar aquel día que no fuese tedioso. Pero qué estupidez: alimentar las páginas de cotilleo social con un crimen por celos; quizá incluso era el Director el ofendido, tal vez ella lo engañaba a él conmigo y no al revés; qué más daba: el desprecio fue lo único que sentí y abandoné el lugar dejando mi tarjeta. No volví a verla más.

           Hasta el día en que digo: Al abrir la puerta, el Director sudaba mientras quería aparentar tranquilidad. Fumaba y me ofreció un cigarro, y me acercó el encendedor de plata sobre soporte de alabastro, pesado como un mazo. Estaba como recién lavada su piedra veteada. (Es curioso: me gustaría quemar en este instante un buen tabaco). Alabó mis trabajos, lo mejor del Diario, decía entre fumarolas. Debo salir, sólo un instante, quiero que me aconsejes, dijo mientras salía. Y pasaron minutos; y yo, ante la sorpresa del halago, dudaba sobre mis conclusiones, tal vez precipitadas. Quizá él era ajeno a las censuras de mis escritos. Pasaban los minutos. Sentí que mis pies se mojaban y acudí tras el rastro del agua para cerrar el grifo del lavabo: allí encontré a Mandorla, con la cabeza rota y el cabello rojizo por la sangre. Salí despavorido y nadie me creyó. Naturalmente, mis huellas estaban en el encendedor, en el que se encontraron restos de sangre, hilazas de cabello. 

            ¿Qué podía decir en mi defensa? Todo me condenaba. Se supo mi aventura, se publicó nuestra desavenencia, se perpetró aquel crimen para apartarme de la pluma y arrancarme la lengua. Todo estaba previsto. Mi pasado me declaraba un insumiso de las normas, un transgresor social, un enemigo público. Y se me dio el hachazo. Pero todo era falso: las pistas, su engranaje. Aunque, en verdad: no es eso lo importante, carece de interés el que me condenaran. Piensen solamente un instante en lo que significa, en lo que puede deducirse de un hecho como éste: Las experiencias vividas determinan las experiencias por vivir; de modo que el pasado es el dueño del presente y, por ello, del futuro, tanto el individual como el colectivo. Yo no puedo librarme de mí mismo en cuanto que lo que fui influye en lo que soy y que seré. Pero si suplanto un documento del pasado éste reescribirá el presente y también su devenir. De manera que la historia es lo que propone el historiador. Y éste no tiene por qué ser fiel al pasado que hereda porque no tiene certeza de que éste no fuese ya alterado por quien se lo legó. Así que la verdad histórica no existe más que en la mente de quien quiere creerla. Estamos en la constatación del nihilismo. 

            Para qué seguir con esta historia. ¿Acaso quien me lea resolverá algún problema definitivo de su vida si le descubro algún misterio? Tal vez deba volver a ella más adelante. Pero ahora no me importa. Yo voy buscando en la memoria lo que sé que me busca y me define, aunque lo desconozco. Sé que entre las palabras que brotan sin nombrarlas hay una que se esconde y que, al cabo, saldrá de los sargazos de la mente: la reconoceré, ya no podrá escapar. Sabré quién soy. 


Continuará...

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