Canteloube: Cantos de Auvernia. Bailero.
Estaba yo mirando la existencia de otro modo: sus colinas para atisbar la luz, y ya no solo sus abismos con su acechante oscuridad.
Abrí La montaña mágica con desgana en sus primeras páginas; pero me ganó ese mundo en el que Thomas Mann opone a la mortalidad un canto a la existencia.
La fuente de los libros es la vida; y darla es su desembocadura. Por eso los libros que no transmiten vida mueren rápidamente. El autor crea alternativas a la existencia en sus utopías, o la satiriza con distopías: ofrenda lo mejor probable o avisa del posible peligro. El arte lo crea el hombre para el hombre, no el artista para el artista. El autor que permanece vivo es porque da vida al lector, no porque lo distrae de su vida.
Eso ocurre con La montaña mágica.
Imposible escapar de su fascinación: de cómo el joven Hans Castorp ingresa en un balneario para pasar unas vacaciones de 15 días y acaba atrapado, durante siete años, por la hipnosis y magia de ese rumor de vida apartada del mundo.
La minuciosa aventura interior de los muchos personajes teje una inabandonable necesidad de seguir leyendo: y la historia se convierte en una excelsa novela de aprendizaje, tanto para el protagonista como para el lector, que asiste a un canto a la existencia a través de la continua presencia de unos seres aparentemente desahuciados por la enfermedad.
Inolvidables Castorp, Settembrini, Claudia... y las innumerables digresiones sobre la vida, la muerte, el amor, el arte...
Como toda gran obra, un universo con sus propias leyes.
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