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miércoles, 29 de junio de 2016

Lecturas imprescindibles (XXIII): Hijos del cosmos

Charpentier: Canticum


La proverbial perfección de la palabra de Borges encuentra en sus cuentos su mejor andamiaje: cada uno es un mundo trascendente, una inmersión en las categorías universales. Borges no cuenta anécdotas: ilustra filosofías. No se demora en innecesariedades, de ahí su densidad.
     Borges crea una mitología de conceptos, no de personajes: incluso cuando estos tienen nombre propio son en verdad categorías universales. Incluso Enma Zunz, aparentemente más pegado al cuento con anécdota tradicional, es una demostración de cómo una estrategia del universo parece confluir en los hechos para su inexorabilidad: el asesinato perfecto. Es como si la contundencia lógica de Poe se hubiera trasvasado a lo astrológico.
     Lo que importa en Borges es que inventa historias paradigmáticas, no anécdotas triviales: 
     Una historia del tiempo escrita por seres que no tienen edad, o un individuo inmortal que ha vivido todas las mortalidades y es también todos los hombres (eso es “El inmortal”); la venganza perfecta que hace la humanidad con rostro femenino, en un crimen perfecto, del imperfecto hombre que rige la existencia (y eso es “Enma Zunz”), como ya he dicho; un punto que refleja el universo, o el espacio que agrupa todos los espacios (y construye “El aleph”); la visión de un instante en el que se contienen todos los instantes que marcan la identidad de una vida (“Biografía de Isidoro Tadeo Cruz”); un monstruoso minotauro que emblematiza todos los laberintos (“La casa de Asterión”); la predeterminación de la escritura porque un libro es la prueba de que todo está escrito aunque se escriba en el mañana, o un libro que reproduce todos los libros o los contiene todos (“La biblioteca de Babel”, “El libro de arena”); el universo como un caos impenetrable para la inteligencia humana (“La biblioteca de babel”, de nuevo) y la creación, por la inteligencia humana, de un mundo donde solo rige el orden (“Tlön, Uqbar, Orbis tertius”); el nombre de la divinidad y el universo oculto en el dibujo de los tigres (“La escritura del dios”), la constatación de que la interrogación sobre la Historia determina su repetición, o un Quijote que es el espejo perfeccionado del que se reconstruye (“Piérre Menard”); la malversación de la memoria, que vive más vidas de las que vivió conscientemente, o un recuerdo convertido en memoria absoluta o infinita (“Funes el memorioso”); un mapa tan detallado de un territorio que contiene incluso el mapa -como en la memoria inabarcable de “Funes” al contenerse a sí misma- de ese territorio inabarcable, ilimitable (“Del rigor en la ciencia”); una moneda que es causa de todos los efectos (“El zahir”); el soñador soñado en un sueño inacabable (“Las ruinas circulares”); un hombre que, por ser todos los hombres, también es “el otro” que lo redime de su vida inhóspita en un cósmico instante de clarividencia azarosa y deseada (“El sur”, “Biografía de Isidoro...”); un Borges que es otro Borges, forjados mutuamente (“El otro”); un poema de un solo verso, o una sola palabra que enuncia el palacio del universo” (“Parábola del Palacio”)... Esos títulos acotan, pero no agotan, la escritura de Borges. Y así, unas y otras, muchas fábulas en las que la magia se hace ostensible realidad para quienes creen que el nombre definitivo del hombre es el de Cultura. 
     ¿Qué tienen en común esas ficciones? El concepto expreso en el “aleph” y sus sinónimos: que en un lugar limitado -espacial, temporal, intelectual- se hace ubicuo todo el tiempo, todo el universo, toda la filosofía; que todo lo que existe no es más que un palimpsesto cuyo incunable o manuscrito original permanece secreto (como la propia obra de Borges es un caudal de reverberaciones que hacen del plagio una indefectible originalidad).