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miércoles, 2 de marzo de 2016

El equilibrio


Durante mucho tiempo fui para todos, al parecer, un personaje insensible. En verdad, yo mismo había salido de mi adolescencia temiendo volver a escuchar dos músicas -que eran lo único en mi vida que me hacía sentir que no era una piedra- por miedo a que, acostumbrándome a escucharlas, me convirtiese en cualquier materia inerte.
     Fue uno de los legados que me dejaron mi estancia en Salamanca y el catasterismo de Oniria: el sufrimiento, consecuencia del sentimiento sajado, también insensibiliza, tal vez como defensa para otros probables sufrimientos -pero, por lo mismo, para cualquier posible afecto-. 
     Cuando el dolor se asocia a un elemento se convierte en emblema del íntimo seísmo. Y ese transterramiento de la sensibilidad, acorazado el corazón para que no sufra, nos aísla del mundo, congela las emociones, las acciones, la vida. Y parecemos muertos aunque dentro de nosotros perviva nuestro yo bullendo como un cadáver anhelando salir de su ataúd anticipado. Y golpeamos su madera, como Quevedo, gritando 
¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?
     O, por ejemplo, suavemente, pero desaforadamente, como Rachmaninov al empezar su Concierto nº 2

     Queremos vivir, simplemente sentir sin sufrimientos, no dejarnos avasallar por el desasosiego de los dilemas metafísicos, permitir que la realidad nos acaricie en vez de latigarnos. La rebelión puede llegar como el aldabonazo inicial de Beethoven en su Quinta:


Pero el equilibrio no llega con la hipérbole de nuestro dolor ni con la euforia de la esperanza desesperada: llega con la aceptación de que no existen los paraísos prometidos ni el infierno tan temido: llega con la armonía de la mente, tras habernos librado de los sueños desmedidos y los temores infundamentados, asumiendo que la búsqueda de la autosuficiencia es un fracaso y que la convivencia de dos debe significar que nos damos para que nos demos; porque nada vale vivido en soledad.

Bach: Aria