Saura: Salomé
Hay quienes se lamentan por no ser amados locamente, sin límites y contra toda lógica. Creen que es necesario que quienes los aman pierdan "er sentío" ante ellos. Y bien está ese amor.
Bien estaría ese amor si perder "er sentío" significara entregarse igualmente, sin límites, contra todo y a pesar de la lógica. Y si, para quienes así lo anhelan, significase, además, mantener el equilibrio y la armonía que necesitan ese desequilibrio y esa desarmonía que nos enloquece y hace enloquecer: la egregia fascinación del enamoramiento sin otros horizontes que los de la libertad sin responsabilidad. Pero no es así.
La clave de esa conquista del corazón amado no consiste más que en volverse imprescindible para él: conseguir que cualquier otro corazón le parezca insuficiente y prescindible. Sin embargo, se nos olvida una cosa: entregarnos de la misma manera que ansiamos que se nos entreguen.
Tal concepción proviene de priorizar el romanticismo emocional, dejando de lado la realidad en la que vivimos, que es la cotidianidad de lo apolíneo y la elegancia mentales y gestuales: la pasión reflexiva, por decirlo de alguna manera. Porque ese amour fou -que conlleva un sustrato síquico de autodesestimación- es más destructivo y autodestructivo que constructivo de una vida amorosa en plenitud.
De todos modos: como digo, quien quiere ser amado por encima de todas las cosas y, sin embargo, teme perder a quien ama, debe convertirse en imprescindible para todo. Hacer ver que no existe mejor compañía que la suya en todos los aspectos de la vida y, por lo tanto, de sus necesidades: sentimentales, carnales, cotidianas... Cosa que, evidentemente, nos resulta imposible.
Solo lo esperamos o exigimos, pero no lo hacemos. Y, en consecuencia, no lo logramos. Al contrario: porque al reprochar que no somos amados con esa supermánica o superwómica dedicación alejamos a quienes pretendemos y les empujamos a desear otra compañía que sí les parezca imprescindible.
Y es que, como decía Protágoras: El hombre -incluyamos a la mujer- es la medida (no la desmedida) de todas las cosas.
Y es que, como decía Protágoras: El hombre -incluyamos a la mujer- es la medida (no la desmedida) de todas las cosas.