Clara Wieck: Nocturno
En los grises estantes de la poesía española actual hay casi tantos ubicadores de poemas como poetas, cada uno adjetivando autores según sus circunstancias, en vez de cualificarlos o descalificarlos por sus esencias. Hablar, por ejemplo, de poesía masculina o femenina, de diosas blancas o demonios negros, es enredar el enredo, abrir un capítulo apócrifo en la Historia de la Literatura y someterla a la Sociología. La poesía no tiene sexo, ni noches de parranda, ni estratosferas metafísicas empadronadas en burdeles; no tiene más sentimentalidad ni experiencia que las autóctonas y primigenias del ser humano; tiene personas inteligentes y sensibles delante y detrás de la pluma o de la página. Por eso no me parece oportuno dividir los sentimientos, ni los pensamientos poéticos, en varoniles o feminoides, sino en efímeros y raigales, humanos o deshumanizados.
Claro está que no son idénticos el hombre y la mujer, el diestro en dicción y el siniestro en conjuras; pero sus disimilitudes son más circunstanciales que esenciales. Postulado este hecho, un poema importa por sí mismo, al margen de si resulta meritorio que lo escriba un rey o un caballerizo, un caballero o una dama, el autor inclasificable o el que se arrima a los buenos para parecerlo.
Digo lo dicho porque, a pesar de los adjetivos pretenciosos de poner puertas al campo, o campear blasones por doquier, solo hay poesía buena y mala. De la mala, lo peor es hablar de ella; y de la buena, lo mejor es releerla.
Un poema es necesario cuando descifra rostros de la identidad, no cuando cifra mensajes para los poetas y sus verbigracias, cosa tan notoria en todos los tiempos y notariada en demasía en estos siglos de siglas.
No sería mala terapia para la poesía que solo se escribiese cuando resulta más difícil el silencio que la voz.