La leyenda de Oniria
UNO
...Y entonces llegó Luis...
Y entonces llegó Luis -Luis T. Bonmatí- y temió que le pusiera yo a la vida los cuernos con la muerte. Él editorialaba por entonces Aguaclara y me dijo, cargado de su bonhomía, "que te voy a editar tus libros, esos tres...". Y entonces llegó Luis -Ángel Luis Prieto de Paula-, que empezaba a ser estudiador de la poesía y construía ya sus juicios y prejuicios sobre mí, escogido por el otro Luis, el ya citado, para prologuizar lo que sería "Fragmentos de identidad". Eran los tiempos de "Arte y letras" y llegarían los de "Alimentando lluvias". Yo solo pretendía desautorizar racionalmente a quienes se autoautorizaban como ínclitos por falta de abuelita caperucitense...
En fin, que después de otros títulos poéticos, llegó Luis -José Luis Zerón- y llegó también, tras algún premiecillo, el Goliat loewazo, el mundo contra mí... y entonces llegó Luis -dos Luises: Ángel Luis Luján Atienza y Ángel Luis Vigaray- y este le dijo a don Prieto "que le voy a sacar al Gracia ese la antología que prepares"... Se tituló El mausoleo y los pájaros. Desde entonces ha corrido mucho silencio.
Díganme vuesarcedes si no le debo al Luis, ese de tantos Luises, algunas cosas...
DOS
Si algún autor hispano puede representar el ideal del amor y su insatisfacción por el decreto de la muerte, ese es Garcilaso.
Siguiendo a Dante, Petrarca y Boccaccio, que habían sublimado el erotismo dándole forma de doncella arrebatada por la fatalidad de la inexistencia (Beatriz, Laura y Fianmetta), Garcilaso sintió en verdad y en carne viva lo que aquellos habían sentido y preludiado en verso: la muerte de Isabel centró su obra en la melancolía de la pérdida y, desde ella, el existencialismo quevedesco.
La transformación -o catasterismo trascendente- de ideal en personaje lírico lo llevarían igualmente al poema Herrera y Quevedo, y otros muchos: siendo la vida y el amor un desengaño, lo mejor para evitar o asumir este es dar por muerta a la amada antes de que el impulso erótico tome forma en un cuerpo que aún no conocemos: algo así como un "no esperes y no desesperarás". La espiritualidad de lo corpóreo ante las abrasiones de la muerte para esquivar a La Metáfora.
Ese trovadorismo elegíaco pervive en Novalis, Espronceda, Salinas o Hernández. Bien entendió Poe el impacto que produce la muerte de la belleza y de la juventud en su método de composición, a propósito de "El cuervo".
Juvenilidad y hermosura frente a podredumbre: alegría contra sufrimiento: panegírico y exequias: la oda contraviniendo el planto: eros y tánatos. No hay receta mejor, aunque no se la busque, para encandilar, encender y aun azotar el corazón humano.
Sin duda, contra tanto fragor, así se fue tejiendo el himno en la elegía.
Estrategias son del inconsciente que dejan su huella en el poema. Y en la pintura: ¿Qué es La Gioconda sino la búsqueda de un paraíso más allá de la carne? Y en la música; pues ahí está "A la amada inmortal", de Beethoven; y "La muerte y la doncella" o "Viaje de invierno", de Schubert; y "Amor y vida de mujer", de Schumann; y la conversión de Matilde y Wagner en "Tristán e Isolda".
Quede claro, con palabras de A. Machado (¿no es Guiomar una simbiosis de Leonor y los demás amores, como lo son todos los nombres de amadas literarias?): "No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás".
Tal vez ese dolor universal y su desconsolada tradición perduraban en mi pluma -investida de un terrible Tediato- cuando trazó este "Moja bieda", delirio luego superado -un crisantemo vencido, y un efímero infinito- en el poema "Resurrección". Pero he aquí la causa:
MOJA BIEDA
Ella era triste como una lascivia insatisfecha.
No sabía mirar, no sabía vivir, no sabía morir.
Ella era hermosa como un suicidio de quince años.
No quería ser triste, no quería ser bella, no quería ser muerte.
Ella vino en la noche como un beso en la noche.
Tenía el horizonte agarrado a su cuello
como una horca terrible sin forma de patíbulo
y se dejó caer hacia arriba, en la noche.
Ella vino en un beso masacrado, ella vino.
Ella era amor como una errata en un libro de lágrimas.
Ella no tiene cielos ni infiernos en sus ojos.
Tampoco los crepúsculos sonríen a su paso.
Y sin embargo el zoclo se detiene al oírla.
Ella era el cobalto, la manzana y el grítalo.
Quizásmente tal vez ella es una liturgia.
No hubo salacidad que rozase su piel de lepra virgen.
Ella no muere nunca porque no vive nunca.
Jamásmente ella ha sido lo que yo no soy nunca.
No enturbia, no conoce, no sonríe, no llora.
Sin embargo su pálpito eclipsa el universo.
Ella vino en la noche con un beso en la noche.
Ella vino en la noche como un beso en la noche.
Yo amé su piel de amianto para mi fuego inútil.
Murió hace doce años al erguirse hacia un beso.
Murió hace doce años llevándose mi vida.
La verdad: yo quisiera
La verdad: yo quisiera
no haber tenido que escribir este poema.
TRES
Como digo, siempre han sido icónicas de la existencia la juventud y la belleza, perseguidas por la muerte: hace poco recordaba yo en una conferencia los sonetos sobre el carpe diem de Tasso, Garcilaso, Ronsard, Góngora, A. Machado, así como otras variantes de Dámaso Alonso, Rafael Morales y muchos más. Todos vienen a confluir en las palabras de Melibea (adelantadas a las de Romeo y Julieta) cuando, sabiendo la muerte de Calixto, se arroja desde la torre constatando la razón del suicida: "Oh la más de las tristes triste. No es tiempo de yo vivir".
Probablemente es esa conjunción de elementos la que me llevó a obsesivar y conturbar la expresión en Los ojos de la metáfora, y a titular el siguiente poema Moja bieda (Mi tristeza), palabras con las que signó Chopin el ramillete de cartas a su amada cuando supo que la había perdido.
Greuze: La jarra rota
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