La breve eternidad
Nada existe que nunca se marchite:
la juventud, la rosa, la belleza, la vida
mueren y dejan solo el doliente recuerdo
de que fueron y somos fugaces apariencias
de eternidad, extrañas utopías.
La pasión de vivir, el impulso feroz
por devorar el tiempo antes de que nos mate,
nos empuja a bruñir una inmortalidad
llamada pentagrama, pincel, pluma... aceptando
que las obras creadas -las efigies
de nuestra identidad- van a vivir
inmortales, iguales
a los dioses que no pudimos ser.
Pero pasan los siglos y milenios;
y el caudal de poemas, partituras y cuadros
que pretenden salvarse
es tan grande que solo algunas obras
mantienen su vigencia, alcanzan plenitud
–pues el mundo es una íntima palabra
que muy pocos consiguen pronunciar–.
Y tú y yo,
héroes en el esfuerzo y no en la hazaña,
autores de una breve eternidad,
debemos afrontar el desengaño:
el leve orgullo de que lo intentamos
y el dolor de que no lo conseguimos.
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