Todo lo que va a ser ansia de eternidad y de infinito está en este poema: no es azaroso que haya tomado forma de mujer, de pretérito y de inconseguibilidad. El hombre cavernícola sorprendido bajo el firmamento, el hombre sensual acosado por el amor y el sexo, el hombre que pretende darse la infinitud y la inmortalidad mediante la palabra -como último recurso- están en este “deseo de violar la luz”, en esta “derrocada forma del deseo”, en este, en fin, “pozo de metáforas”. En un proceso inverso al de la magdalena de Proust, de este texto mana cuanto escribiré. La sensualidad se deslizará hacia el amor carnal en Libro de los anhelos, por ejemplo; pulsará el misticismo cósmico en Por una elevada senda, también por ejemplo; luchará enconadamente contra el lenguaje en Palimpsesto o Los ojos de la Metáfora; tratará de fundir El himno en la elegía; finalmente, después de tantos sueños y devastaciones, la estatura del ansia ha sido el vano intento de reconstrucción de un diario desde cuyos fragmentos de identidad tejer la urdimbre luminosa. El camino hacia la luz ha sido un recorrido por la iconografía del infierno del vivir. Verdaderamente, una epopeya interior. No en vano un verso dicta que “el infierno está dentro de nosotros”. Y desde dentro, hacia el desasosiego o el sosiego, se extienden como vasos comunicantes los tentáculos y temas que obsesionan, repiten o renuevan la cosmogonía o mitología de mi escritura. O eso me parece.
Lo anterior se me ocurre leyendo “La Dama...” -para tacharlo o dejarlo, porque creo que es el engendro de lo que pudo ser un gran poema si yo dominase lo que escribo en vez de dejarme invadir por los vampiros-.
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