Rachmaninov: S. 2, Adagio
Hay quienes no saben sujetar lo que sienten y lo escriben prisioneros de los caireles de la rima, por ejemplo, sin evitar las contradicciones y desvaríos que tal sujeción conlleva.
Si, para atraer a Lucía, yo escribo un soneto deberé anteponer lo que quiero decir a lo que el cómputo silábico, el número de versos, la rima y demás opciones métricas me obligan a dejar escrito por ser un mal versificador en lugar de un buen poeta. Porque el contenido lo dicta el continente, el significado lo da el significante, el fondo es la forma: pero todo ello puede ser una sandez tontogenaria. Por ejemplo:
Cuando te conocí, Dulce Lucía,
me fascinó el fulgor de tu belleza;
y venciendo mi pluma su aspereza
le compuse un soneto a tu alegría.
le compuse un soneto a tu alegría.
Escribí que tu boca sonreía
con la fiebre del beso y la tristeza,
y que amaba tu risa porque empieza
en su sonrisa la melancolía.
Tanto acierto logré en la inspiración
que, sin yo darme cuenta, te escribí
el corazón en forma de poesía.
Te escribí el corazón; y de aquel día
hasta cuando tomaste forma en mí
tengo versos de ti por corazón.
La destinataria puede rendirse ante el requiebro; pero el lector debe pensar que tanto amor y no poder nada contra los ripios. Porque si leemos atentamente observamos que el verso 6º (con la fiebre del beso y la tristeza) solo se sostiene por lo que pretende y no consigue: la ardentía del beso-amor, no aplicable a tristeza, palabra exigida por la rima y no por la necesidad semántica, por mucho que quiera simultanearse el carácter sufriente y riente de la dulcívora Lucía. Los dos tercetos no son más que dos jugladorescas muletas del tal ripio (por todos los celestes cielos, qué hipérbaton extráñico: ¡versos de ti!).
Y no se justifica, por más que la dama receptora se alegre del piropo y el autor se disculpe porque lo improvisó en una servilleta nocturna, hace décadas, para entusiasmar a una joven.
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