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viernes, 26 de octubre de 2018

Luis T. Bonmatí: La edad de las piedras






Luis T. Bonmatí
La edad de las piedras
Huerga &Fierro, 2018

1.- El lector tal vez piense que el autor de este libro desconoce las corrientes poéticas actuales, o que las conoce tan bien que ha sabido esquivarlas. Sea así o de otra manera, una cosa demuestra: la singularidad de su escritura: que la originalidad no consiste en ser distinto, sino en poseer rasgos distintivos capaces de insertarse en la tradición y renovarla puesto que esta es un camino que anda.

2.- Dos libros hay en este único libro: los titularé antojosamente “Alijo de vivencias” y “Trajín de reflexiones”, por ejemplo: un relator que observa su relato y medita sobre él y desde él. Así, puesto ya el pie en el estribo, “la mano de la edad” devana una épica breve y reflexiva sobre los sentimientos que construyen la personalidad del homo moriens: el ser para la muerte. Si a Proust le nacía el pasado desde el humo dormido de una taza, los grandes sentidores y pensadores suelen iluminarse desde el dolor que les nace al concluir que la existencia es una derrota.
Tras una doble afirmación del narrador poético de que ya es un otro que escribe sobre el que fue y lo que se fue para volver como el agua de un tántalo, el primer libro -o conjunto- pasa a hacer la autopsia del tiempo inalterable en su tortura. Desde la potencia expresiva del poema “La noche joven”, expositora de cuanto fueron sueños y serán devastaciones, todo lo que fue vida anhelante -y premonitoria de su podredumbre- va cayendo en las fauces del animal del tiempo, que todo lo devora: la juventud, las amistades, el amor, la familia, la escritura… en un proceso guadiánico y reconstructor de una autobiografía cuyo lirismo trágico es una evocación doliente que no procede del "cualquier tiempo pasado fue mejor", sino de la conclusión experiencial de que ya, mientras se vivía lo poematizado, esa vivencia contenía un tempus fugit intrínseco vivido como anticipación de lo que, aun sin conciencia de saberse, se sabía y será más que premonición: única realidad definitiva. De modo que el existir es una nostalgia melancólica premeditada por el demiúrgico inconsciente colectivo, una constatación -o atribución- de que el presente que fue futuro ya estaba contenido en el pasado -y en el origen de la vida- y que el próximo futuro yace fatalmente en el efímero presente. Un verdadero engranaje artífice del peor locus horribilis. Entre la fluencia de Heráclito y el estatismo de Parménides, Crisipo avisó de que “solo existe el presente”. Y este para nuestro autor es un instante interminable en el que “vivir / no es más que una desgracia en crecimiento”.
     En este tragicismo es donde crecen los poemas más elocuentes de la sabiduría del poeta narrático: un periplo vital expuesto sobre el ritmo heptasílabo, geminado en alejandrinos y resuelto en endecasílabos-, que a veces abandona su contundente y sabia narratividad (recordemos que el autor es un diestro contador de historias, como demuestra, por ejemplo, La llanura fantástica) para huir del anecdotario elegíaco hacia un segundo conjunto -o libro complementario e inserto en el primero, del que es consecuencia- en el que enhebrar un discurso fragmental sobre el desengaño: lo que fueron y ya no son “verdades eternas" porque devinieron en paraísos ansiados, esperados y perdidos: que vivir es constatar el íntimo fracaso, y escribir -por mucho que pretenda convertirse en un acto redentor- es revivir, sin redimir, la vida fracasada. 
     De modo que si el eje central es una autobiografía sostenida por unos pocos poemas que la insinúan o la cuentan (“La noche joven”, “La tarde roja”, “Tabaco y colonia…”), este vertebramiento abandona la compacidad que formaría para emulsionar su discursividad con otro conjunto de poemas intercalados -divagaciones emanadas de las vivencias expuestas- que meditan lírica o metapoéticamente, o como divertimentos -hijos del excepticismo existencial-, sobre esa concatenación de singladuras. Tal vez sea un recurso para aliviar la tragedia expansiva; pero no se engañe el lector: tanto el narrador lírico como el poeta divagante formulan la aventura de un yo odiseico que adolece de la misma agonía que la esencial del pre-existencialismo: el "dolorido sentir" garcilasiano y sus continuadores, -incluido Unamuno-: el “fastidio universal” de Meléndez Valdés, la “pena” negra o bruna lorquiana y hernandiana… Aunque aquí no subyace solamente la feroz y genética ananké, sino, con mayor rotundidad y fortaleza, también la experiencia cotidiana de los “años y leguas” -los trabajos y los días- alforjados durante la concienciación de la madurez y ancianidad. Bien lo resume Pérez de Ayala: “¿A qué buscar sentido al universo / y perseguir vereda si ando a oscuras?”.


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