Purcell: Dido y Eneas
Una mujer -o un hombre- conoce a un hombre -o una mujer- poco común. Se ilusionan. Se alegran de haber hallado, al fin, a alguien tan diferente. Se enamoran de sus idiosincrasias, tan lejanas de la frivolidad y el convencionalismo, y tan esforzadamente conseguidas. Se ofrecen lo mejor que hay en ellos. Se unen. Pactan vidas, futuros... Y después, empujados por la succión inevitable del posesivo yo y de sus rutinas, cada uno se dedica, sin poder evitarlo, a tratar de convertir al otro en un hombre -una mujer- común. Y se rompe la magia. Y en vez de acoplamiento y reciprocidad hay cuentos de hadas incumplibles, cegueras y fatales egoísmos, inmadurez e irresponsabilidades... Y, sin ni siquiera poder salvar la amistad que los unió, se va cada uno de regreso a su vida, a buscar otro hombre -otra mujer- para lo mismo repetir mañana, en un bucle interminable y solipsista...
Cuánto mejor sería para ambos aceptar que cada uno tiene un compartimento íntimo incompartible que los hace ser él, ella, y solo ellos; y que ir de la mano es ir del corazón, no del cerebro.
Cuánto mejor sería para ambos aceptar que cada uno tiene un compartimento íntimo incompartible que los hace ser él, ella, y solo ellos; y que ir de la mano es ir del corazón, no del cerebro.
Y es que en el amor real hay mucho que darse y nada que exigirse.
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