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martes, 24 de julio de 2018

Una razón para seguir viviendo


Malher: La canción de la tierra


No es difícil hallar una razón para vivir y sentirse orgulloso de estar vivo. Basta con dejar las filosofías trascendentes y las abstracciones de la ensoñación, el aplauso mundano o la cuenta corriente deseosa de henchirse. Basta con mirar a nuestro alrededor y observar si hemos dado a nuestros hijos y a nuestros padres cuanto necesitan, si hemos sabido escuchar a nuestros amigos, si no nos engañamos creyéndonos cumplidores de lo que incumplimos.
     Si el ser humano es la única criatura capaz de sacar conclusiones, parece claro que el fin de esa facultad es acumular premisas, desarrollarlas, comprender, explicar. ¿Existe una más noble actividad del hombre que la de aprender para enseñar, heredar la sabiduría de los siglos y legarla corregida y aumentada? La auténtica enseñanza consiste en educar el corazón para que satisfaga con prudencia cuanto le pertenece; lo demás son gentiles sutilezas e inútiles abalorios de la sociedad convencional. No hay otra solidaridad como esa, puesto que el conocimiento es la mejor ayuda que poseemos y podemos dar. La Naturaleza nos da la vida; pero la educación nos enseña a vivir. 
      Si la teoría del Big-Bang es cierta y el universo es expansivo, también lo es nuestra vida individual y social; de modo que cuando una cosa se mueve todo se renueva y geometriza nuevamente. Un solo gesto propio puede mudar el rostro ajeno; y un solo acto, mover la sociedad. Neguemos el epitafio de Angrac Ianto: «Nada soy porque nada he dado a nadie».
        En vez de considerarnos una efímera y leve partícula del universo, reconozcámonos partícipes de su construcción y estructura final mediante el sabio vivir de nuestras vidas y su influencia en las ajenas: qué hermosa y suprema metafísica sentirnos héroes de una epopeya cotidiana en la que la responsabilidad y solidaridad constituyen el punto de partida. Que no somos unos marginados de la Historia, ni solamente su objeto, sino sus sujetos: la hacemos, la escribimos, la dignificamos. Nosotros la regimos.
       Al borde de la noche, contemplo el horizonte innumerable constelado de estrellas. Su resplandor nos embelesa. El de nuestra conducta puede hacer brillar la de cuantos nos miran. 





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