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miércoles, 4 de julio de 2018

En torno al abstraccionismo, 8 (La elementalidad)


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8.- Por ejemplo. La elementalidad de lo concreto.

Fijémonos en la siguiente pintura:
  


De cuatro elementos decían los griegos que estaba formada la Naturaleza: agua, fuego, aire y tierra. A Pepe Gimeno le han bastado tres colores (rojo, azul, negro) para conformar toda una naturaleza pictórica propia. Si el detallismo del retrato, o el paisaje, han sido metas del pintor clásico, la ausencia de formas referentes a la realidad visible es lo que caracteriza buena parte de la pintura contemporánea: y a estos bodegones geométricos, que prescinden de todo menos de un mistérico lirismo. 
       Descendiendo a la austeridad de las formas, la ausencia de irisación y la limpidez de la línea, el espectador ve una serie de efigies en gradación componiendo una sinfonía euclidiana en la que ha desaparecido toda fanfarria para quedarse con la pureza de lo prístino, creador de un tema leitmotívico que crece en magnitud e intensidad, como un universo expansivo. Lo elemental de la materia sensitiva está en cada cuadro, y todos forman el gran cuadro de la complejidad indescifrable, aquí tan luminosa que se basta a sí misma para hablarle al corazón y a la cabeza. Porque eso es lo que precisa toda obra de arte: que sea creada por la inteligencia y que emocione la sensibilidad. Y aquí, como en un buen soneto, el contenido no está amarrado a la forma, sino ennoblecido por ella.
      De nada sirve el arte que no está al servicio del hombre y le descubre fragmentos de su identidad humana. Esta es una lección de cómo eliminar lo superfluo y mostrar la plenitud del vacío. Si, como quería Galileo, una molécula contiene todo el universo, esta pintura es la quintaesencia de las pinturas: la realidad de la ideación y la metáfora. Cada coágulo de este corazón gigante es como la pieza de un inmenso puzzle de la exactitud desconocida, la dependiente rama y floración autónoma de un baobab volcánico cuya lava penetra los ojos con un sacudimiento de noble inmensidad.
Hoy, como siempre, todo son tentativas. Como dije en otro apartado: ¿Son arte todas las aventuras artísticas? La originalidad no consiste en ser distinto, sino en poseer un rasgo distintivo. Hay rasgos distintivos generacionales y autoriales; y estos, al margen de las poéticas, son los que importan, dan vigencia y conceden la posteridad. La originalidad es un plagio trascendido. Y debe serlo. Una obra debe añadir a la tradición, no suplantarla. Porque todo está ya en la tradición; sin esta es como si inventásemos al hombre en vez de conocer mejor al que ya somos.
El arte abstracto ha seguido las dos direcciones ineludibles de la entidad humana: la pasión y la razón, pocas veces en armonía y muchas en guerra. El intuitivismo y el reflexionismo: uno acumulador de los objetos hacinados como en enumeración caótica, otro racionalizando mal que bien tal dispersión. El color y la indefinición, frente al geometrismo. Eliminados los referentes clásicos de la figuración, ¿qué queda sino otra figura en la que lo informe inventa otro figurativismo sin tradición? Esa fuga, y esa búsqueda, hay en Jesús Zuazo y Dionisio Gázquez: la superficie terrosa como un desierto inhabitable, la simplificación sustancial del color, la línea sin horizonte semántico, o el muestrario de objetos: los volúmenes jugando a representar el universo, como quería Pitágoras

Afirma Zuazo que lo que pretende es “construir un lenguaje abstracto tan completo como lo fue la figuración”, sin que aquel deje fuera elementos de este, para lo cual se precisa el cuadro híbrido de ambos: como nada nace de la nada, sino de lo ya existente, su intención es reformular o revalidar los elementos ya creados, asumiendo una abstracción que asimile el figurativismo con la naturalidad de un ente más.  Desaparecida la realidad visible como referencia, solo quedan entes sin identidad reconocible, entidades anímicas. Han desaparecido los nexos que unían como argamasas los volúmenes hacinados en enumeración caótica y estos levitan ingrávidos a la espera de hallar quien les otorgue una figura, igual que las imaginamos en las nubes. La furiosa pincelada nacida de la sensación y vorágine inconsciente se torna retazos geométricos o informes inquietudes. No es casual que Gázquez reconozca que intenta “mostrar la vida y conectar con su tiempo”. Un tiempo de caos en el que se busca el “Acceso oculto” -utilizando uno de sus títulos- a la salida del Laberinto. Una abstracción racionalista fría, reflexiva, opuesta al  irracionalismo intuitivo kandisnkiano o 

complementaria de este. Todo queda tan libremente expuesto que el pintor es el espectador, puesto que él es quien dice lo que ve o intuye, y la retina remite a la idea, la sensación, el “sema” que tal vez quiso pintar su diseñador, configurador, primer creador activo, pues quien observa es un recreador pasivo, un espectador cómplice. Se intenta crear otra armonía: sin esta no hay arte, ya que el fin de todo arte es forjar una obra armónica, una armonía que explique el ente cósmico, humano, inteligible para hacerlo visible. Se trata de darle forma a lo informe. Y todo creador tiene la obligación de crear obras inteligentes e inteligibles. 


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