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En torno al abstraccionismo, 3En torno al abstraccionismo, 4
5.- ¿El fin de la pintura o dar fe de otra existencia?
Como digo, en la pintura abstracta el ojo que ve ya no es solo el pincel, sino también el espíritu; y el alfabeto ya no es la línea dibujatoria sino el color y la forma, el volumen y no la perspectiva; no se expresa la figura física sino la síquica, de manera que el cuadro contiene un figurativismo sicológico errante, y es más un confesionalismo autorial que una recreación de la realidad exterior. Es una emanación del irracionalismo, una formulación del éxtasis, un autorretrato íntimo que no busca la belleza de la representación o reproducción de los objetos, sino que crea objetos, fragmentos de identidad del yo sensible, intelectual, visionario. Una creación, no una expresión de lo ya creado. Los elementos reunidos no pretenden ser fieles o infieles a una realidad existente fuera del cuadro: son la única realidad de lo que vemos. Observando la evolución de Kandinsky apreciamos el alejamiento de las formas de la realidad externa hasta desfigurarse, y la aparición e inclusión progresiva de otras formas desconocidas que sin duda pretenden moldear una realidad inédita, invisible para los ojos, pero sentida como impulso o sensación interior. Es decir: el oleaje que diluye las figuras y traza otras inéditas para la conciencia. Parece como si hubiera querido negar al Courbet que afirmó que “lo que no existe en la naturaleza no pertenece a la pintura”. ¿No son algunos de sus cuadros una explosión del universo? Antes el autor mostraba su estado de ánimo otorgándoselo a la figura recreada; ahora la figura es su estado emocional, y por ello irreconocible o inexistente en lo que ven los ojos. Tal vez por eso Paul Klee afirmó: “El arte no reproduce lo que vemos, sino que nos hace ver”. Eso es: la eclosión del universo interior. Cada uno de nosotros no se ve a sí mismo en el cuadro tradicional, que solo expresa lo que reproduce el espejo. Este no refleja nuestro yo absoluto. Y tratando de reflejarlo surgen esos "Cuadros maravillosos que la vista descubre al pensamiento” (C. Nodier).
¿Qué hay en el cuadro? Ya no hay un rostro, ni una mueca de un rostro: hay un enigma de múltiples significados; no hay una realidad sino una apariencia, un paisaje interior, un fantasma de mundos invisibles. La abstracción busca, pues, ser un arte puro. Misticismo, teosofía y demás ciencias ocultas (el mismo Kandinsky escribió “De lo espiritual en el arte”, verdadero manifiesto de sus principios), junto a la sinestésica música y la sombra de la geometría pondrán sus fertilizantes para que los frutos de la cosecha abstraccionista sean muy variados y de límites confusos. Así lo concibe el ya mencionado J. Cantero:
La maravilla
Contempla la figura que surge del abismo
del corazón del hombre. Su origen pertenece
a la mitología de la búsqueda
y el hallazgo afanoso del espíritu.
Los ojos anhelantes atisban en la bruma
una efigie invisible que se va esclareciendo
conforme la palabra, el color o el sonido
dibujan su contorno de fantasma
que quiere cobrar vida. Y el pincel caudaloso,
la música silente o el verso ennoblecido
definen su silueta de poema,
de cuadro o partitura, añadiéndole al mundo
lo que aún no existía y el artista le otorga
como prolongación del universo.
Pues no hay clarividencia, sino visión y técnica,
intuición y trabajo. Y miente aquel
que afirma que es un dios el que sujeta
la mano del que escribe, pinta o canta.
Lo admirable es que un hombre,
con su esfuerzo mortal,
sea autor de unas obras que parecen
requerir la autoría de los dioses.
Insisto: ¿Qué proceso ha seguido ese alejamiento, o nueva concepción, del cuadro? En el principio -por decirlo así- Bruneleski, Donatello y Masaccio (arquitecto, escultor, pintor) estudiando el espacio, inventaron la perspectiva, que permitía representar las tres dimensiones. Y durante 500 años la perspectiva fue la forma de ver el espacio, hasta que el cubismo mostró su falsedad (aunque no vemos cubistamente si no nos movemos: nuestra mirada no es cubista, como no es abstracta). También fue desapareciendo el tema argumental; lo religioso dio paso a lo histórico y esto al retrato de personajes vivos, animales, paisajes, bodegones (naturalezas vivas o muertas), disolución de la línea, desinterés por la exactitud del dibujo, el esquematismo, hasta pasar a primer término la preocupación por la luz y las sombras… Y al igual que Tiziano quebrantó los contornos de la luz y de las sombras, el pintor abstracto deforma las formas usuales, las estira, flexiona, reduce… para darles perímetros inéditos. Si antes el cuadro “contaba” una historia, ahora muestra una víscera síquica.
Y si Van Gogh en busca de sí mismo, o Gauguin persiguiendo la mujer roussoniana y el buen salvaje, fortalecen el color, aún lo subordinan al objeto reconocible -paisaje, rostro, escena familiar, interior, bodegón…-. Es Kandinsky quien independiza el color y lo convierte en protagonista de sus pinturas, en solista de sus conciertos o sinfonías de esplendores colóricos. Es el color y el arrebato lo que convierte El grito de Munch en otro icono, manifiesto y paradigma pictórico del terror sicológico en el hombre moderno: el de la disolución de la lucidez en la locura cuando el estallido del yo desparrama el sinsentido de la existencia (como sustrato, el rostro alucinado de Van Gogh, y, como oposición, la serenidad de la Madonna Elisa).
Kandinsky sentía que la renovación del arte debía venir de la victoria del irracionalismo sobre el racionalismo, como una efusión imprescindible de la sensibilidad: efusión volcánica de andrajos cerebrales los de sus cuadros que bien pudieran provenir de la necesidad de dar El grito. El problema consistía en lograr que el color y la forma, libres de toda representatividad, articulasen un lenguaje de contenido simbólico: si las formas plásticas podían dar expresión externa a la vida interna. Y fue Málevich quien se encaminó hacia lo que llamó “un mundo sin objetos”, exponiendo una tela que solo contenía un cuadrado negro sobre fondo blanco; y luego un cuadrado blanco sobre fondo blanco, como cima de la depuración. Málevich no hallaba ninguna tangencia entre la pura sensibilidad artística y la vida práctica cotidiana: “nada tienen que ver los problemas del arte con los del estómago o del sentido común”. Gabo, en su “Manifiesto”, insiste en que el arte posee un valor absoluto, independiente del tipo de sociedad: “el arte es una expresión indispensable de la experiencia humana”.
Y Piet Mondrian, buscando la máxima simplificación de la representación de la realidad, limitó su vocabulario geométrico a la línea recta y al ángulo recto (horizontalidad y verticalidad) y a los tres colores primarios -azul, amarillo y rojo-, con sus tres “no colores”: blanco, gris y negro. En cambio Pollock diluirá los volúmenes al chorretear la pintura para autorretratarse en fieras ramificaciones cerebrales, como un émulo síquico de Van Gogh que se regodea en su vómito o lodazal al pasearse teatralmente entre los esputos que lanza sobre suelos y paredes.
Para Kandinsky, Málevich y Mondrian la vida es pura actividad interior, por eso querían acercarse cada vez más a la verdad de la conciencia eliminando el mundo perceptible por los sentidos. Dijo Schoenmackers: “queremos penetrar en la naturaleza de modo que se nos revele la construcción interna de la realidad”. Se estaba modelando, con tal armonía, precisión y extraños equilibrios, un nuevo continente para un sereno -y robotizado- hombre futuro. Pero si amamos el Arte empecemos a ser implacables en nuestras opiniones: por eso permítome decir que nada significativo hay, o encuentro, más acá de la visión kandinskiana, y todo me parece una idolatría de la técnica -que debe ser un medio para el conocimiento, no un fin- y su libertino utillaje para crear becerros de oro.
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