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miércoles, 12 de abril de 2017

Aquella noche, mientras los caballos (El libro de Teluria, VIII)

Purcell: Lamento de Dido
15

Aquella noche, mientras los caballos
piafaban bajo el rayo y la tormenta,
burlamos centinelas y murallas
y al fin huimos del castillo aquel.
Después de tanta ausencia y tanta cárcel
llegamos por senderos y colinas,
lejos de intrigas y separaciones,
hasta el lago apacible, bajo el cielo;
y el anhelado abrazo nos unió
para siempre y sin tiempo.
                                            Eternidad
que siento cada día hasta que el gozne
de la puerta herrumbrosa me despierta
y me veo llorando ante tu tumba.


16

Amanecía en nuestros corazones
un universo nuevo:
                                   la felicidad,
ese país lejano, se acercaba,
y en medio de tan claro sortilegio
éramos sus estrellas más brillantes.
“Un himno melodioso rige el orbe,
la perfección es infinita, somos
fragmentos de una urdimbre luminosa
que nos conduce hacia la luz”, dijiste.
De pronto anocheció en tu sangre y fue
como un eclipse astral, una invasión
oscura. Me dejaste
sola frente al umbral del resplandor.
Al despertar de aquella muerte dije:
el mundo no es un cosmos sino un caos,
el equilibrio universal no existe,
el corazón no tiende a la armonía.
Somos demiurgos de nuestros infiernos.