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domingo, 19 de febrero de 2017

Una odisea en la ducha (El abrazo caduco)

Holts: El portador de la edad


Meses llevaba preocupado por la caducidad genital: temía que le asaltase como una fiera inlúbrica. Él, que tanta actividad erótica había derrochado... Claro que ya contaba con 40 primaveras, dos décadas y tres trienios, más algunos días. Edad que sin duda era suficiente para envainar la espada y dejar que la herrumbre la humillase. 
     - ¡Vive Dios!, que diría don Lope, dijo atávico. 
     Así que llevaba semanas sin entrar en batalla: por temor a no poder dar mandoblazos.
     Entró en el cajetín de la ducha y, pensándolo mejor, salió para dirigirse al otro cuarto de aseo: hacía al menos dos años que no se sumergía en la bañera y sintió que le iría bien el chorro de agua eréctil y la amniosis tan límpida de aquel mar bañerero, semántico tiempo ha.
     Y cuando terminó de embadurnarse y desembadurnarse de jabones y polvos -¡qué polvos los de antaño!- se dispuso a emerger de la breve piscina. 
     - ¡Vive Dios, otra vez!, volvió a decir su grito. Como estaba tumbado, intentó enderezarse y empinarse -¡Joder con el lenguaje...!-, pero se resbalaba por el suelo deslizante, los músculos del estómago no bastaban para erguirse, los brazos no podían ya elevar su cuerpo, no hallaba apoyatura suficiente para abandonar aquel modo supino... y allí yacía mientras crecía el nivel del agua -no llegaban sus manos hasta cerrar el grífole- amenazando con sumergirlo, ahogarlo, terminar con él.
     ¡Vive Dios!, tercia vez, se díjose a sí mísmole, y concluyó más o menos así: ¿Cómo quieres que se levante tu estocada si ni siquiera tu cuerpo puede hallar la erección que te coloque en pie y te libere de tu mal?
     ¡Oh vil claudicación, la de la edad!
     Y recordó a Carnívora, la ardida y siempre hambrienta, única que le enajenaba los fantasmas con su voracidad.