Deja pasar unos segundos...
Muchos juicios se emiten sobre una obra sin atender a que son solo opiniones y no sanciones. El crítico suele menospreciar la reflexión del autor sobre su propia creación -tal vez porque los comentaristas siguen creyendo en las musa-raña-s musarañeras-.
Sin embargo, nadie conoce una obra mejor que su autor, por tantas veces revisada, corregida, tallada. Reconozco que yo -lo he dicho muchas veces- no sé qué palabra viene tras la primera que he escrito y que ha venido de no sé desde dónde: es como si cada una fuera un camino desconocido para la siguiente. Pero también es verdad que ese texto es luego impugnado, tachado, desprovisto de lo que fue producto de la prisa dictiva y completado con lo que no contenía y era imprescindible.
Es cierto que ante un cuadro, un poema, una sinfonía no es fácil distinguir entre lo que nos comunica y lo que nos autocomunicamos partiendo de ellos: si nos dicen o les decimos. Y verdad es igualmente que el autor no acierta del todo porque el texto suele independizarse de la voluntad de la pluma: aunque siempre se equivoca menos que cualquier otro lector o estudioso, que rara vez leen al margen de sus intereses estéticos. La solución no es difícil: basta con expresarse, por muy profundo que sea el contenido, con claridad y no con hermetismo trabaléngüico o confusión semántica. Que una cosa es la probable complejidad y riqueza del texto escrito y otra la libérrima subjetividad de quien lo lee.