En el principio, el hombre era un ser desorientado. Todo le sorprendía y asustaba en aquel universo de tinieblas. El automatismo de su conducta empezó a ser observación reflexiva y surgió el pensamiento, el encadenamiento de las causas a sus consecuencias.
El arca de la experiencia se enriqueció y no bastó la tradición oral: brotó la escritura para que el presente, como un sabio testigo, fuese un pasado aleccionador del futuro. Nació el libro como resultado de la cristalización del pensamiento, como legado de los empirismos para aprender a no tropezar dos veces en la misma piedra y para que la experiencia, asegurada por generaciones, fuese el primer peldaño de la torre de la sabiduría. Lo que el hombre había resuelto durante milenios de observación y reflexión podía conocerlo un solo hombre, cualquier hombre, leyendo su pretérito. Quien leía engranaba en cada instante de su mente siglos de filosofías, multitud de maneras de vivir.
En aquella aurora de su inteligencia, el hombre sintió la inmensa soledad ante los firmamentos de la vida y la muerte. Pero escribiendo hablaba consigo mismo, y para los demás; y leyendo, escuchaba a los mejores conversadores que pudieran hallarse. Se decía y oía cuantos problemas y sus soluciones se habían dado hasta entonces. La incomprensión y la indefensión se exorcizaban con la escritura y en la lectura. Así, escribir y leer se constituyeron -y se constituyen- en el mayor acto de solidaridad y consuelo frente al inmenso abismo de la noche interior.
Mucho más que eso: descubrió que el libro es la verdadera isla del tesoro.