El hombre necesita creer en algo. Alimenta su mente con el legado cultural que recibe de sus predecesores. Y con la coartada que tanta innúmera humanidad le confiere saca conclusiones y cree estar en posesión de la verdad.
Pocos se cuestionan los postulados de su herencia cultural. Convierten su aprendizaje en un criterio inamovible y todo lo juzgan según ese criterio, considerándolo un canon desde el que salvar o condenar a quienes lo siguen o lo alteran. Así, dividen a los demás en ortodoxos y heterodoxos, lógicos y absurdos.
Sin embargo, toda lógica es el resultado de una conclusión nacida de unas premisas consideradas válidas in aeternam. ¿Y quién no ha concluido ya que todo es mutable y que la realidad es otra apariencia real que modifica la que consideramos definitiva? Lo que desechamos por absurdo adquiere, a veces, con el devenir, su esencia de principio cósmico, de lógica inmutable, y aquello que admitimos como lógico inmutable muestra su transitoriedad como verdad absoluta.
De modo que la lógica es un edificio síquico y diacrónico construido con irracionalidades y elementos del absurdo sincrónico.
Por lo tanto: quien no ve inexorablemente que el único principio por el que regirse es la ausencia de un canon absoluto y definitivo -es decir: que lo absurdo es un prólogo y epílogo desechable de la lógica- jamás comenzará a entender. Y convertirá su vida y la de los demás en un caos.
Aunque también es verdad que, conociendo que es imposible comprenderlo todo y que aceptar que hay cosas incomprensibles ya es comprender, el más feliz es el que no se cuestiona lo impenetrable.
Sin embargo, ¿quién desea esa clase de felicidad? La no aceptación de ese conformismo constituye la tragedia del ser humano y lo conduce al escepticismo como única fe: a la Filosofía, la Literatura, el Arte.