Cuando leí la historieta de la manzana que Eva entregó a Adán me sacudió cierta ira contra aquella mujer que, siendo criatura de un Dios bondadoso -según los profesores del colegio-, trasladaba su culpa a su novio -o lo que fuese-. ¿Cómo podía ser que de la Bondad divina naciera un Diablo malvado que enamorase a Eva para que Adán hallase el gran castigo? ¡Vaya un cuento de hadas migratorias!
Después supe de otra manzana y olvidé la primera: un sabio llamado Newton, al contemplar la caída de una manzana, revolucionó las leyes del universo. ¿También esto era un cuento para niños?
Me persiguió tal maravilla y un día entendí el porqué de su importancia para mí: como cualquier infante, yo soñaba un edén que abrazase mi vida y la de todos. Amaba la perfección, el equilibrio de las cosas, el sosegado rumor del pensamiento, la quietud de las sensaciones ordenadas y fuera de toda tortura desestabilizadora.
Así pues, lo que me importaba no era la gravitación universal, sino que tal ley demostraba que el mundo, las cosas, las personas fluían hacia la felicidad, ese estado tan, al parecer, inalcanzable. Que yo era aspirado por algún Succionador de la Belleza o Artífice Supremo hacia la Armonía: y que si los astros se conjuntaban armoniosamente en un viaje perfecto también yo haría ese viaje; con lo cual lograría integrar la plenitud en unos pocos versos: que un día escribiría el gran poema.
Desengaño fatal el que sufrí: pues trepar el camino de la vida es bajar al infierno de las limitaciones y la indefensión. Y las palabras sabias siempre me han dicho: no somos para ti.